E l h o m b r e l e ó n
Escucha mi rugido, hijo querido. Te voy a
contar un cuento que ulula en el viento; un cuento que el ojo atento puede leer
en la forma que se transforma allá en las nubes de algodón, jeroglíficos que
hablan con tu corazón de león.
El primer día del primer mes del año del ciempiés, aquél que camina con
dos pies apareció de repente, asustando a toda la gente. Él nos marcó con el
signo de los animales y nos declaró irracionales. A mí me llamó Leona, pero
antes era sólo persona; por la misma razón, tú eres León. También dijo que él
era Hombre, dueño de la Palabra y el Nombre. Así, creó la necesidad de ponerle un
nombre a toda su realidad; a cada ser vivo su boca hizo cautivo de un calificativo.
Y él se convirtió en un siervo de su propio verbo.
Han
ocurrido muchas lluvias y sequías desde aquellos días. Hoy, su lenguaje lo
habla su linaje, y en sus ideas brillantes los demás seguimos siendo los
ignorantes. Vive aislado del mundo, encerrado en su miedo profundo, entre las
puertas y los muros de sus refugios oscuros. A nosotros nos rige el instinto;
pero Hombre es muy distinto. Para él, el mundo es un laberinto de necesidades y
dificultades que debe resolver con su sabiduría, día a día. Para nosotros, el
mundo es mundo, y no se divide y subdivide, ni se mide o se decide. Algún día
no muy lejano, cuando el mundo sea humano y nosotros seamos leyenda, Hombre se
quitará de los ojos la venda, y se preguntará: ¿Quién en el mundo era más
perfecto: Hombre o Insecto? ¿Quién era de una verdadera nación: Hombre o León? ¿Fue
mejor la civilización? ¿Qué raza ha sido siempre la amenaza? ¿Todo este largo
viaje para darme cuenta de que soy yo el salvaje? ¿Ha sido inteligente utilizar
una mente? ¿Qué voy a hacer ahora yo, el Hombre? ¿A quién o a qué le pondré el
Nombre? Si se lleva mis palabras el viento, ¿con qué ladrillos levantaré mi
pensamiento?
Hijo querido, hijo mío, ¡que tus ojos no tengan que vivir ese desvarío!
Aún eres muy pequeño, y todo esto no es más que un sueño.
Cuando tu abuelo aún vivía bajo el cielo sucedió una historia que él
vivió entre ronroneos de euforia. En cierta ocasión, un extraño rugido de león
recorrió la sabana con su voz humana, pues no era un rugido aquel sonido. El
abuelo León, que estaba dormido, se despertó a causa de aquel ruido. Era el
gruñido de un cachorro de Hombre que aún no conocía el Nombre. Y era inconfundible
su olor, el único que causa dolor. Perdido y asustado, alejado de su manada, aquel
cachorro surgido de la nada caminaba por la tierra quemada como nosotros los
otros, todos los hermanos que caminamos a cuatro manos. Tenía buenos pulmones,
aunque no tanto como los leones. Gateaba y tropezaba, pero su torpeza tenía
cierta belleza.
El
abuelo olió a las hienas, que se acercaban disfrazadas de sirenas. Se levantó
de un salto y rugió tan fuerte y tan alto que las hienas, seis o siete apenas,
corrieron despavoridas temiendo por sus vidas, ocultando la prisa detrás de su
histérica risa.
El
abuelo decía que nunca entendió lo que le ocurrió aquel día. Decía: ‘Por mi melena y por mi rabo, que no acabo de
comprender qué pude ver en aquel cachorro que parecía pedir socorro’. Se
dejó llevar, sin bien y sin mal, por el instinto primordial. Se acercó, desconfiado
y despacio, a aquella extraña especie de batracio, que tenía la piel a flor de
piel y carecía del velo de pelo que nos protege de la luz del cielo. Cogió con
sus dientes, hambrientos e impacientes, aquel cuerpo pequeño de extraño diseño,
y lo levantó del suelo. El abuelo, que tenía un corazón de oro, pensó que había
encontrado un tesoro que no debía ser el alimento, aunque podría devorarlo en
un momento. Lo llevó con sumo cuidado en su boca, y algo preocupado, pues no
era poca la distancia que debía recorrer cargando con aquel pequeño ser. Llegó
a nuestro clan y con su voz de huracán convocó a todas las leonas y a las demás
personas. Nuestros parientes apretaban sus dientes, murmurando entre ellos y
lanzando destellos por sus ojos rojos. Estaban muy asustados y bastante enfadados;
el pequeño hombre les causaba temor y querían alejarlo de su alrededor.
Pero
el abuelo, que era el más anciano, levantó la mano hacia el cielo. Todos los reunidos
acallaron sus rugidos.
‘¡Qué vergüenza, qué decepción es
hoy ser un león!’, habló el abuelo y tembló todo el suelo. Y continuó: ‘¿Acaso somos leones criminales? ¿Somos
nosotros los animales? Bien; en ese caso que se adelante un paso el valiente
que clavará su diente en este cachorro inocente’.
En esa situación, no se movió ni un león. Una joven leona, que era muy
buena persona, observó tumbada que nadie decía nada. Se levantó y rugió: ‘¿Qué hace Hombre, el dueño del Nombre, con
aquellos de ustedes que caen en sus redes? ¿Han olvidado que nos trata como a
ganado? Para él, sólo somos alimento o entretenimiento. Nos caza y nos da
muerte, si no tenemos suerte; o nos captura vivos para hacernos cautivos. Es,
pues, justo que nosotros nos demos el mismo gusto’. La leona bajó la cabeza
en señal de tristeza.
Los
demás leones rugían sus afirmaciones. ‘Sí’,
se oía por aquí. ‘Tiene toda la razón’,
decía por allí un león.
‘Es Hombre, el dueño del Nombre,
quien hace de su cachorro otro hombre’, respondió el abuelo erizando su
pelo. ‘Si ponemos todo nuestro celo y
nuestro corazón este cachorro será un hombre león’.
‘¿Un hombre león? ¿Qué es esa
abominación, esa aberración?’, dijo la misma leona que era muy buena
persona.
‘Comprendo vuestra intranquilidad’,
habló el abuelo con la verdad, ‘pero
tenemos la oportunidad de hacer algo diferente para la vida de la gente’.
‘Explícame tu reflexión’, rogó
un viejo león de blanca melena y cara de luna llena.
‘Desde nuestro primer antepasado ha estado en
guerra toda la Tierra’, respondió con recelo el abuelo. ‘¿Qué ocurriría si, de repente un día y sin
poner condiciones, los leones arrancaran la ira y la mentira del corazón de
Hombre, el dueño del Nombre? ¿No es cierto que él es el enemigo institucional
de todo animal? ¡Imaginaos: Hombre y León en un mismo corazón!’
‘¡Es una locura!’, rugió la leona
tumbándose en la tierra dura, moviendo su cola como una ola. Los demás leones
también expresaban sus opiniones; la idea del abuelo no les gustaba ni un pelo.
Y continuó la leona: ‘Aquél que no
perdona a un amigo puede evitarse un enemigo: ésta es la ley de Hombre, y que
nadie se asombre si mi único deseo es comerme a este ser tan feo’.
‘Sí, es una locura fruto de mucha
cordura’, dijo el abuelo señalando el cielo. ‘Debajo de las estrellas las nubes también riñen entre ellas. ¿Y sabéis
cuál es la consecuencia? Tormentas e inclemencia, con sus rayos y truenos y los
venenos que llegan hasta los corazones de todos los leones. Algunos de nosotros
los otros ya somos viejos, y pronto nos iremos muy lejos. Pero es verdad que la
edad no es una razón para dejar de ser un león, y no miento si digo que da
conocimiento. Y lo que he vivido me ha enseñado otro sentido para esas palabras
horribles y terribles: Aquél que perdona a un enemigo pueda ganar un amigo’.
El abuelo detuvo su parlamento durante un breve momento, que aprovechó
para recuperar el aliento.
‘Sólo soy un anciano, y para mí es
más tarde que temprano. Pero aún soy el rey, y ésta es mi ley: ¡oídme, leones
de nobles corazones! Cada uno de nosotros los otros, los hermanos que caminamos
a cuatro manos, dará protección y educación al cachorro de Hombre que aún no
conoce el Nombre’.
La leona que era muy buena persona hizo una reverencia, aceptando la
sentencia del rey de los leones.
‘Seguiremos tus lecciones aunque
tengamos otras opiniones’.
Decía del abuelo mi madre: ‘A ese
gato no hay perro que le ladre’. Y tenía razón; cada leona y cada león, con
una inclinación de cabeza y fieles a su naturaleza, aceptaron el decreto y, con
todo respeto, se retiraron de la asamblea con alguna semicorchea entre los
dientes y con las frentes arrugadas, recogiendo sus espadas en los enredos de
sus dedos. Aún se oyó una vez la voz del abuelo que, como te dije, hacía
temblar el suelo. Mirando a la leona que era muy buena persona, señaló a la pequeña
criatura y dijo con su magistratura:
‘Tú, hermana leona, serás la madre
de esta nueva persona’.
Sí, pequeño hombre león, hijo de mi corazón de leona: yo soy aquella
buena persona.
Hijo querido, ¿ya te has dormido? El abuelo sabía que te lo contaría
todo un día. Ahora conoces la verdad y quizás no te cause felicidad. No eres un
hermoso León, pero tienes un hermoso corazón. Y el corazón es el arcón que
contiene nuestra sabiduría. Pronto llegará un nuevo día y tú, gigante y
pequeño, saldrás de tu sueño como la luna llena, revestido de luz azucena. Yo
pensaba que el abuelo se equivocaba, y que su decisión te condenaba a ser para
siempre un león en el mundo del hombre y un hombre en el mundo del león. Sin
embargo, él acertó y yo me equivoqué porque no tenía su fe. Todos los leones
son tus hermanos, aunque camines con dos manos. Pero ¿qué pensará Hombre, el
dueño del Nombre, cuando escuche tu rugido y sólo oiga un ruido? Nos considera
salvajes porque no comprende nuestros lenguajes. No olvides que protege su
credo con el miedo, y recuerda que él olvida que la vida es un regalo, ni bueno
ni malo.
Hijo
del alma mía, llena tu corazón con nuestra armonía. Viaja a la nación del
Hombre y háblale en nuestro nombre. Dile que llevas mensajes de las personas
que él llama salvajes. Calma su pena y llena con tu luz su corazón; libera a su
razón de la condena. Quizás así recuerde que el mundo no es rojo ni verde. Pregúntale
si ha sido inteligente utilizar una mente, o si ha pensado en la opción de
utilizar el corazón. Escucha su respuesta y observa si es honesta. ¿Serás capaz
de ir y volver en paz?
Que
duermas bien, hijo mío. Mañana tu corazón estará lleno o vacío.
<3 <3 <3
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