A b e j a y M a r i p o s a
[ y el batallón de hormigas, mis amigas ]
Lo vi todo a la luz del lucero, desde la
puerta de mi hormiguero.
Cuando Abeja vio a Mariposa dijo que ese día
conoció a la criatura más hermosa. Perseguía la nube perfumada de una flor, su
aroma hechizado de amor y Abeja, enamorada, acudía a su llamada. Cuando el
perfume se hizo más intenso el cielo se llenó de un color inmenso. El día abrió
un baúl y todo se volvió de color azul. Abeja detuvo su vuelo ignorando la llamada
de su anhelo. Se posó sobre una hoja de Rosa, mirando extasiada a Mariposa.
- ¡Socorro, por favor! - escuchó Abeja una
voz de picaflor.
Miró a su alrededor con sus mil ojos, que
podían ver hasta los piojos de los piojos. Pero ante su mirada no veía a nadie
ni nada; tan sólo a Mariposa, con su traje de diosa. Buscó en ese cuerpo de
cometa al dueño de esa trompeta, que parecía llamar a la guerra a toda la Tierra.
- ¡Ayúdame, Abeja! - oyó de nuevo la voz en
su oreja.
¡Ahora ya no cabía duda! ¡Era Mariposa la
que pedía ayuda! Abeja levantó aprisa el vuelo y sus alas vibraron por el
cielo.
- ¡He caído en la artimaña de la vampira Araña!
- gritaba Mariposa atrapada en la nebulosa.
- ¡Ya voy! ¡Aquí estoy! - exclamaba Abeja
con sus zumbidos, que surgían de sus latidos. Su corazón galopaba sobre el
viento y su voz volaba por ese mismo aliento.
- ¡Estoy atrapada en esta trampa decorada! -
decía Mariposa angustiada.
Mientras la baba sedosa envolvía más y más a
Mariposa, Abeja se posó en un calabozo distinto del mismo laberinto en el que
Mariposa, encadenada, gritaba muy asustada.
- Estoy a tu lado - dijo Abeja, encogiendo
su cuerpo naufragado. - Estoy pegada a una pared de la misma red.
- ¡Ha sido culpa mía que te veas ahora en
esta agonía! - se lamentaba Mariposa balanceándose en aquella cosa, observando
a Abeja con los pies liados en la misma madeja.
- Aquí sólo hay un culpable: ¡Araña, la
miserable! - sentenció Abeja con su cara perpleja.
Un silencio completo de incomprensible
alfabeto agitó las alas de celulosa de Abeja y de Mariposa. Duró exactamente un
instante esa brisa silenciosa e inquietante. Pero ese breve momento enredó más
a ambas en aquel tormento. Y ambas pensaron a la vez en el diente de su último
juez. ¡Araña, en silencio y sin sonido, había salido de su cavernoso nido!
Vestida de guerrera, con coraza y bandera, se acercaba enmascarada caminando
sobre la nada.
- ¿Por qué no seguiste tu camino? - dijo
Mariposa con su voz de lino. - Ahora no estarías en este patíbulo atada,
condenada a ser devorada.
- Sólo puedo decir que quise sentir y mirar
de cerca la belleza, el color de su pureza - respondió Abeja, sacando su propia
moraleja. - Es una buena razón para perder el corazón.
- No conoces la ira de Araña la vampira -
habló Mariposa con voz misteriosa. - No nos come, ¡nos bebe! En un tiempo muy
breve seremos un aperitivo, un singular licor de sabor atractivo.
- ¡Yo, que construyo celdas de cera, ahora
me veo prisionera! - respondió desconsolada Abeja entre los barrotes de la
reja.
- ¡Sé piadosa! - le dijo Mariposa. - Si
clavas tu aguijón en mi corazón, si lo atraviesas con tu espada y la dejas ahí
clavada, habremos abandonado esta vida antes de ser su comida.
- Yo ya soy vieja - respondió Abeja. - Mi escaso
jugo de miel de fresa será toda una sorpresa para el estómago de Araña, cuando
me encuentre en su telaraña.
- ¡Oh, por todas las flores! ¡Por todos sus
colores y por todos sus olores! - le gritó Mariposa. - ¿Vas a dejar que nos
coma esa cosa?
De pronto, la luz del lucero se fue por un
agujero. Una nube negra y pirata apareció con su color de hojalata; navegando
por el cielo cubrió al sol con un velo. Se escuchó la voz de un trueno y la
nube escupió su veneno, serpiente de luz y fuego; y luego, comenzó su llanto, y
lloró la nube tanto que los nudos de seda fueron desatados y los ladrillos de
la muralla fueron derribados. Por el aire rodó la telaraña y, con ella, rodaron
Mariposa, Abeja y Araña. Antes de caer al camino Abeja había cambiado su destino
y, libre de las cuerdas de satén, levantó el vuelo con su vaivén. Voló y fue a
posarse en Rosa, y vio desde allí en el suelo a Mariposa que, agitando sus alas
como la luz de unas bengalas, intentaba liberarse de sus cadenas y de sus
penas. Y de pronto, sucedió. El lucero regresó con su baúl de color azul. Mariposa
cambió también su destino y se levantaba del camino. Por el cielo volaba
Mariposa, la criatura más hermosa. Llegó hasta la misma Rosa y se posó al lado
de Abeja, que la miraba perpleja. ¡Tanto amor y tanta sutileza se podía ver en
su belleza! Nunca vio otra flor de semejante color, de parecido olor. ¡Y sus
ojos de insecto pluscuamperfecto! Su mirada era una burbuja que atravesaba como
aguja los ojos de Abeja, almendras de cristal bajo una única ceja.
Pero todo este encantamiento se lo llevó el
viento. Un agudo lamento, un grito profundo ocupó el aire del mundo. En el
suelo yacía Araña enredada en su propia telaraña.
Lo vi todo a la luz del lucero, desde la
puerta de mi hormiguero. Lancé un grito de centinela por el interior de mi
ciudadela, y todas mis amigas las hormigas salieron de nuestro nido en
batallones y sin hacer ruido. Rodearon a Araña la vampira, víctima de su propia
mentira. La voz del comandante sólo dijo “¡Adelante!, y millones de mis amigas
las hormigas se lanzaron al ataque. Un constante triquitraque de cuchillos y
tijeras derribó murallas y barreras, y abrió la coraza y la marmita de Araña,
la maldita, llegando hasta su corazón, negro como el carbón.
Desde los pétalos de Rosa, Abeja y Mariposa
veían el final de aquella batalla desigual. Escucharon una voz, un último grito
que llegó hasta el infinito; Araña, la emperatriz insecticida, se había ido a
la otra vida. El ejército de mis amigas las hormigas se replegó hacia el hormiguero,
llevando cada guerrero una diminuta porción incierta de Araña muerta. Y cuando
el remolino legionario se retiró del escenario, no quedaba sobre el camino más
que polvo y un rastro serpentino de millones de pies, como si miles de ciempiés
hubieran bailado la suerte de la muerte, en aquel lugar, tan lejos del mar.
Abeja miraba a Mariposa, sin decir nada y
nerviosa. Mariposa le devolvía la mirada, llena del encanto de un hada.
- No sé qué decir. Me he quedado muda - dijo
con gesto de duda entre sus alas Mariposa, con aquella voz maravillosa.
- Prométeme que tendrás cuidado - respondió
Abeja mirando a otro lado. - Que no te hará prisionera ninguna otra guerrera.
Que cuidarás de tu belleza como si se tratara de una fortaleza, y que no dejarás
que la tristeza cubra con sus velos tanta pureza.
Una lágrima perdida y curiosa se deslizó por
el rostro de Mariposa.
- Tu generosidad, tu bondad… Ha sido un
gesto verdadero, y mi salvación del monstruo guerrero - dijo Mariposa,
arrodillándose en el pétalo de Rosa. - Juro cumplir con la ley de mi nuevo rey.
Abeja levantó a Mariposa por sus alas de
diosa
- Tú habrías hecho lo mismo, si me hubieras
visto en similar abismo - le dijo Abeja con ternura, besando la mano de aquella
locura, de aquella belleza que nublaba la cabeza.
- Gracias con todo mi corazón - dijo con su
canción la hermosa Mariposa. - Nunca olvidará mi memoria ni se borrará de mi
historia este maravilloso día, lleno de paz y alegría. Una jornada extraña, en
la que vencimos, juntas, a Araña. Hoy he aprendido una lección: las abejas
también tienen corazón.
Con una dulce sonrisa y la liviana brisa de
sus alas al levantar el vuelo para surcar con sus velas el cielo, Mariposa se
izó en su propio viento, camino del firmamento.
Abeja agitó sus alas invisibles. Buscó las
rutas posibles con sus antenas, aún doblegadas por las penas. ¿Volvería algún
día a ver tanta belleza, a encontrar tanta pureza? ¿Volvería a tener la suerte
de engañar otra vez a la muerte?
Una llamada lejana sacó a Abeja de sus
sueños de lana. Las abejas, sus hermanas jóvenes y ancianas, gritaban por todo
el mundo su nombre vagabundo.
- ¡Ya voy! ¡Aquí estoy! - exclamó Abeja con
sus zumbidos, que surgían de sus latidos.
Lo vi todo a la luz del lucero, desde la puerta
de mi hormiguero.
E l N i d o
Os contaré una historia, si no tropieza
mi memoria.
Han pasado ya muchas primaveras y muchas quimeras desde que, navegando
por el mar del cielo, cruzó Golondrina las tierras de terciopelo.
Voló y voló, días y días, dejando sus melodías en el viento. Casi sin
aliento, seguía la estela de Compostela, pues son peregrinas las golondrinas.
Volando bajo la mirada del sol, Golondrina se sentía como un caracol;
durmiendo en la cuna de la luna, Golondrina soñaba que ya llegaba.
La mañana del último día, en el espejo de una ría, cogió agua con sus
alas usándolas de palas. La extendió por sus plumas mezclada con las brumas del
amanecer, que acababa de nacer. Se lavó y sacudió su plumaje, feliz al final de
su largo viaje.
Se vistió Golondrina con su mejor gabardina. Allá a lo lejos, volaban
los gorriones y los vencejos. Por fin veía su jardín, una enorme hiedra de
piedra. Había llegado a su destino de peregrino.
Con su nave de ave, levantó el vuelo y sobrevoló por el cielo la ciudad
sin edad, refugio de caminantes y pájaros errantes.
Voló hacia el gran templo dormido, donde se hallaba su nido. Con tierra
cornalina y agua marina había construido su nido escondido el año pasado,
colgado en el umbral de la catedral.
Para ella, era la casa más bella la catedral de la estrella: un árbol
gigante de piedra y diamante. Dio dos vueltas a su alrededor y saludó a sus
habitantes con amor.
Encontró su hogar, oculto en su lugar; se posó en la puerta, siempre
abierta, y por la rendija salió apresurada una lagartija.
Entre tanta arquitectura, su figura parecía esculpida en el templo de la
vida. Sintió un escalofrío, pues aún hacía bastante frío. ¿Por qué no llegaba
su marido? Juntos debían preparar el nido.
De repente, se oyó una voz inocente:
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! ¿Quién eres tú tuturutú? - habló Gorrión con su
violón. Posado en la cabeza de un santo parecía una corona de espiritusanto.
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! - respondió Golondrina con su ocarina. - Soy una
peregrina. Regreso de mi casa de invierno, atravesando un cielo que parecía
eterno.
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! - dijo Gorrión con su canción. - Comprendo que estés
muy cansada, pero estás posada en el portal de mi nido conyugal.
Golondrina agitó su cola como si fuera una ola y su pico como un
abanico. ¡Un ladrón era Gorrión!
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! - gritó Golondrina con
su voz cristalina. - ¡Estás muy equivocado, ladrón desvergonzado! En ninguna
nación he visto a un gorrión que haga un nido parecido. ¡Este nido es mío y de
mi marido!
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! - sonó el violón de Gorrión. - ¡Oh, no totorotó! Lo
encontré vacío; por lo tanto, es mío.
Abriendo las alas de su gabardina, Golondrina resopló con su ocarina:
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! ¡Si quieres entrar, deberás pelear!
Y con el pico levantado, se movió de uno a otro lado, lanzando el grito
de auxilio y la llamada a concilio, reclamando las carabinas de todas las
golondrinas:
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! ¡Golondrinas, a mí!
Gorrión hinchó el cuello y de sus ojos salió un destello. Abrió su pico
de trompeta y lanzó un chillido como una saeta, llamando a los cañones de todos
los gorriones:
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! ¡Gorriones, a mí!
Un silencio oscuro recorrió todo el muro; parecía que la catedral era de
cristal y que en cualquier momento la derribaría el viento. Ni una ocarina de
otra golondrina; ni un violón de otro gorrión. Nada sucedió; nadie respondió.
Todo se llenó de un silencio total, señal en la catedral de alguna amenaza para
la raza, como toda ave sabe.
Golondrina miró a Gorrión y Gorrión miró a Golondrina. Había una razón
por la que saltaba el corazón como un caballo asustado de color colorado.
El señor Gato había llegado hacía un rato. Agachado en el pequeño tejado
del umbral de la catedral, observaba y esperaba.
Golondrina saltó y en el nido se metió.
Por la rendija de la puerta, con la boca bien abierta, llamó con
determinación a Gorrión, que se había quedado mudo y paralizado.
- ¡Entra en el nido si no quieres ser comido! - le dijo Golondrina
chillando con su ocarina.
Gorrión voló con destreza y se metió en el nido de cabeza.
Cada uno en una esquina, Gorrión y Golondrina, temblaban de miedo y
señalaban con la pluma de un dedo al señor Gato, que se acercaba como un
garabato.
El señor Gato se quitó un zapato y metió su pata pirata por la puerta
del nido, sin hacer ningún ruido.
Con sus uñas nacaradas y afiladas como cuchillos que parecían colmillos,
hurgó por el interior del nido. No había comido nada en la última jornada, y su
hambre era tan atroz que casi había perdido la voz.
- ¡Por mis bigotes que me como a este par de monigotes! - pensó el señor
Gato afinando su olfato.
Y entonces, sucedió. Algo asombroso ocurrió. Golondrina y Gorrión, en
esa situación, unieron su fuerza y su fortuna - todas las aves para una - y,
una por un lado y otro por el otro lado, picotazo por aquí, picotazo por allí,
obligaron al ingrato señor Gato a sacar la pata del nido con un doloroso maullido,
seguido de un terrible bufido.
Golondrina sopló fuerte con su ocarina y Gorrión hizo vibrar su violón.
En esta ocasión, no estaban solos Golondrina y Gorrión. Pues de todos
los lados, como hermosos soldados, surgieron golondrinas y gorriones que, uniendo
sus aviones, lanzaron sus escuadrones en picado contra el peludo cazador
cazado. A gatas y con el rabo entre las patas, el señor Gato huyó perdiendo su
zapato.
Ocarinas y violones se escuchaban por todos los rincones. Volaban las
golondrinas, y parecían bailarinas. Danzaban los gorriones, y parecían
dragones. Todos sus ojos, negros y rojos, brillaban de alegría iluminados por
el nuevo día. Y todas sus voces, tan feroces, iban y venían veloces.
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! ¡Gracias, golondrinas inas inas..! - decían todos los gorriones que parecían
dragones.
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! ¡Gracias, gorriones ones ones..! - decían todas
las golondrinas que parecían bailarinas.
En el interior del nido, asombrados y casi sin sentido, Golondrina y
Gorrión creían tener una visión. Con los ojos muy abiertos y boquiabiertos,
miraban a sus amigos hermanados con antiguos enemigos. Lo imposible se hizo
posible y lo grande se hizo pequeño, como en un sueño.
Se miraron con descuido y salieron juntos del nido. Ocarinas y violones
se escuchaban por todos los rincones.
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! ¿Quién eres tú tuturutú? - habló Gorrión con su
violón.
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! - respondió Golondrina con su ocarina. - Soy una
peregrina.
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! Esta bonita casa… ¿es tu casa? - preguntó Gorrión
con preocupación.
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! Sí titirití - afirmó Golondrina, trina que
trina.
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! Estoy solo en este mundo; mi esposa emigró al país
vagabundo - dijo Gorrión con triste emoción.
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! - respondió Golondrina, escondiéndose en su
gabardina. - Nunca llegará mi marido para restaurar el nido.
- ¡Prrrit! ¡Prrrit! ¡Compartamos la casa! Ya ves lo que pasa cuando
unimos nuestras alas - exclamó Gorrión con las escalas de su canción.
- ¡Truiiiit! ¡Truiiiit! Tienes razón, Gorrión - dijo Golondrina,
mientras se ajustaba su gabardina. - Es una idea justa, y me gusta. Después de
este mal rato, acepto el trato. Quién sabe… Puede volver el señor Gato.
Rozaron sus picos y se acariciaron las alas, mejor por las buenas que
por las malas. Con plumas de gaviota y terracota, con piedra cornalina y agua
marina, Gorrión y Golondrina reconstruyeron en el umbral de la catedral el nido
que sería compartido; un nido pequeño, pero que ya no tendría dueño.
A partir de ese día, y así la historia lo pía, cualquier ave perdida fue
aquí siempre bienvenida
Esta es toda la historia, si no ha tropezado mi memoria.
E l h o m b r e l e ó n
Escucha mi rugido, hijo querido. Te voy a
contar un cuento que ulula en el viento; un cuento que el ojo atento puede leer
en la forma que se transforma allá en las nubes de algodón, jeroglíficos que
hablan con tu corazón de león.
El primer día del primer mes del año del ciempiés, aquél que camina con
dos pies apareció de repente, asustando a toda la gente. Él nos marcó con el
signo de los animales y nos declaró irracionales. A mí me llamó Leona, pero
antes era sólo persona; por la misma razón, tú eres León. También dijo que él
era Hombre, dueño de la Palabra y el Nombre. Así, creó la necesidad de ponerle un
nombre a toda su realidad; a cada ser vivo su boca hizo cautivo de un calificativo.
Y él se convirtió en un siervo de su propio verbo.
Han
ocurrido muchas lluvias y sequías desde aquellos días. Hoy, su lenguaje lo
habla su linaje, y en sus ideas brillantes los demás seguimos siendo los
ignorantes. Vive aislado del mundo, encerrado en su miedo profundo, entre las
puertas y los muros de sus refugios oscuros. A nosotros nos rige el instinto;
pero Hombre es muy distinto. Para él, el mundo es un laberinto de necesidades y
dificultades que debe resolver con su sabiduría, día a día. Para nosotros, el
mundo es mundo, y no se divide y subdivide, ni se mide o se decide. Algún día
no muy lejano, cuando el mundo sea humano y nosotros seamos leyenda, Hombre se
quitará de los ojos la venda, y se preguntará: ¿Quién en el mundo era más
perfecto: Hombre o Insecto? ¿Quién era de una verdadera nación: Hombre o León? ¿Fue
mejor la civilización? ¿Qué raza ha sido siempre la amenaza? ¿Todo este largo
viaje para darme cuenta de que soy yo el salvaje? ¿Ha sido inteligente utilizar
una mente? ¿Qué voy a hacer ahora yo, el Hombre? ¿A quién o a qué le pondré el
Nombre? Si se lleva mis palabras el viento, ¿con qué ladrillos levantaré mi
pensamiento?
Hijo querido, hijo mío, ¡que tus ojos no tengan que vivir ese desvarío!
Aún eres muy pequeño, y todo esto no es más que un sueño.
Cuando tu abuelo aún vivía bajo el cielo sucedió una historia que él
vivió entre ronroneos de euforia. En cierta ocasión, un extraño rugido de león
recorrió la sabana con su voz humana, pues no era un rugido aquel sonido. El
abuelo León, que estaba dormido, se despertó a causa de aquel ruido. Era el
gruñido de un cachorro de Hombre que aún no conocía el Nombre. Y era inconfundible
su olor, el único que causa dolor. Perdido y asustado, alejado de su manada, aquel
cachorro surgido de la nada caminaba por la tierra quemada como nosotros los
otros, todos los hermanos que caminamos a cuatro manos. Tenía buenos pulmones,
aunque no tanto como los leones. Gateaba y tropezaba, pero su torpeza tenía
cierta belleza.
El
abuelo olió a las hienas, que se acercaban disfrazadas de sirenas. Se levantó
de un salto y rugió tan fuerte y tan alto que las hienas, seis o siete apenas,
corrieron despavoridas temiendo por sus vidas, ocultando la prisa detrás de su
histérica risa.
El
abuelo decía que nunca entendió lo que le ocurrió aquel día. Decía: ‘Por mi melena y por mi rabo, que no acabo de
comprender qué pude ver en aquel cachorro que parecía pedir socorro’. Se
dejó llevar, sin bien y sin mal, por el instinto primordial. Se acercó, desconfiado
y despacio, a aquella extraña especie de batracio, que tenía la piel a flor de
piel y carecía del velo de pelo que nos protege de la luz del cielo. Cogió con
sus dientes, hambrientos e impacientes, aquel cuerpo pequeño de extraño diseño,
y lo levantó del suelo. El abuelo, que tenía un corazón de oro, pensó que había
encontrado un tesoro que no debía ser el alimento, aunque podría devorarlo en
un momento. Lo llevó con sumo cuidado en su boca, y algo preocupado, pues no
era poca la distancia que debía recorrer cargando con aquel pequeño ser. Llegó
a nuestro clan y con su voz de huracán convocó a todas las leonas y a las demás
personas. Nuestros parientes apretaban sus dientes, murmurando entre ellos y
lanzando destellos por sus ojos rojos. Estaban muy asustados y bastante enfadados;
el pequeño hombre les causaba temor y querían alejarlo de su alrededor.
Pero
el abuelo, que era el más anciano, levantó la mano hacia el cielo. Todos los reunidos
acallaron sus rugidos.
‘¡Qué vergüenza, qué decepción es
hoy ser un león!’, habló el abuelo y tembló todo el suelo. Y continuó: ‘¿Acaso somos leones criminales? ¿Somos
nosotros los animales? Bien; en ese caso que se adelante un paso el valiente
que clavará su diente en este cachorro inocente’.
En esa situación, no se movió ni un león. Una joven leona, que era muy
buena persona, observó tumbada que nadie decía nada. Se levantó y rugió: ‘¿Qué hace Hombre, el dueño del Nombre, con
aquellos de ustedes que caen en sus redes? ¿Han olvidado que nos trata como a
ganado? Para él, sólo somos alimento o entretenimiento. Nos caza y nos da
muerte, si no tenemos suerte; o nos captura vivos para hacernos cautivos. Es,
pues, justo que nosotros nos demos el mismo gusto’. La leona bajó la cabeza
en señal de tristeza.
Los
demás leones rugían sus afirmaciones. ‘Sí’,
se oía por aquí. ‘Tiene toda la razón’,
decía por allí un león.
‘Es Hombre, el dueño del Nombre,
quien hace de su cachorro otro hombre’, respondió el abuelo erizando su
pelo. ‘Si ponemos todo nuestro celo y
nuestro corazón este cachorro será un hombre león’.
‘¿Un hombre león? ¿Qué es esa
abominación, esa aberración?’, dijo la misma leona que era muy buena
persona.
‘Comprendo vuestra intranquilidad’,
habló el abuelo con la verdad, ‘pero
tenemos la oportunidad de hacer algo diferente para la vida de la gente’.
‘Explícame tu reflexión’, rogó
un viejo león de blanca melena y cara de luna llena.
‘Desde nuestro primer antepasado ha estado en
guerra toda la Tierra’, respondió con recelo el abuelo. ‘¿Qué ocurriría si, de repente un día y sin
poner condiciones, los leones arrancaran la ira y la mentira del corazón de
Hombre, el dueño del Nombre? ¿No es cierto que él es el enemigo institucional
de todo animal? ¡Imaginaos: Hombre y León en un mismo corazón!’
‘¡Es una locura!’, rugió la leona
tumbándose en la tierra dura, moviendo su cola como una ola. Los demás leones
también expresaban sus opiniones; la idea del abuelo no les gustaba ni un pelo.
Y continuó la leona: ‘Aquél que no
perdona a un amigo puede evitarse un enemigo: ésta es la ley de Hombre, y que
nadie se asombre si mi único deseo es comerme a este ser tan feo’.
‘Sí, es una locura fruto de mucha
cordura’, dijo el abuelo señalando el cielo. ‘Debajo de las estrellas las nubes también riñen entre ellas. ¿Y sabéis
cuál es la consecuencia? Tormentas e inclemencia, con sus rayos y truenos y los
venenos que llegan hasta los corazones de todos los leones. Algunos de nosotros
los otros ya somos viejos, y pronto nos iremos muy lejos. Pero es verdad que la
edad no es una razón para dejar de ser un león, y no miento si digo que da
conocimiento. Y lo que he vivido me ha enseñado otro sentido para esas palabras
horribles y terribles: Aquél que perdona a un enemigo pueda ganar un amigo’.
El abuelo detuvo su parlamento durante un breve momento, que aprovechó
para recuperar el aliento.
‘Sólo soy un anciano, y para mí es
más tarde que temprano. Pero aún soy el rey, y ésta es mi ley: ¡oídme, leones
de nobles corazones! Cada uno de nosotros los otros, los hermanos que caminamos
a cuatro manos, dará protección y educación al cachorro de Hombre que aún no
conoce el Nombre’.
La leona que era muy buena persona hizo una reverencia, aceptando la
sentencia del rey de los leones.
‘Seguiremos tus lecciones aunque
tengamos otras opiniones’.
Decía del abuelo mi madre: ‘A ese
gato no hay perro que le ladre’. Y tenía razón; cada leona y cada león, con
una inclinación de cabeza y fieles a su naturaleza, aceptaron el decreto y, con
todo respeto, se retiraron de la asamblea con alguna semicorchea entre los
dientes y con las frentes arrugadas, recogiendo sus espadas en los enredos de
sus dedos. Aún se oyó una vez la voz del abuelo que, como te dije, hacía
temblar el suelo. Mirando a la leona que era muy buena persona, señaló a la pequeña
criatura y dijo con su magistratura:
‘Tú, hermana leona, serás la madre
de esta nueva persona’.
Sí, pequeño hombre león, hijo de mi corazón de leona: yo soy aquella
buena persona.
Hijo querido, ¿ya te has dormido? El abuelo sabía que te lo contaría
todo un día. Ahora conoces la verdad y quizás no te cause felicidad. No eres un
hermoso León, pero tienes un hermoso corazón. Y el corazón es el arcón que
contiene nuestra sabiduría. Pronto llegará un nuevo día y tú, gigante y
pequeño, saldrás de tu sueño como la luna llena, revestido de luz azucena. Yo
pensaba que el abuelo se equivocaba, y que su decisión te condenaba a ser para
siempre un león en el mundo del hombre y un hombre en el mundo del león. Sin
embargo, él acertó y yo me equivoqué porque no tenía su fe. Todos los leones
son tus hermanos, aunque camines con dos manos. Pero ¿qué pensará Hombre, el
dueño del Nombre, cuando escuche tu rugido y sólo oiga un ruido? Nos considera
salvajes porque no comprende nuestros lenguajes. No olvides que protege su
credo con el miedo, y recuerda que él olvida que la vida es un regalo, ni bueno
ni malo.
Hijo
del alma mía, llena tu corazón con nuestra armonía. Viaja a la nación del
Hombre y háblale en nuestro nombre. Dile que llevas mensajes de las personas
que él llama salvajes. Calma su pena y llena con tu luz su corazón; libera a su
razón de la condena. Quizás así recuerde que el mundo no es rojo ni verde. Pregúntale
si ha sido inteligente utilizar una mente, o si ha pensado en la opción de
utilizar el corazón. Escucha su respuesta y observa si es honesta. ¿Serás capaz
de ir y volver en paz?
Que
duermas bien, hijo mío. Mañana tu corazón estará lleno o vacío.
G o l p e d e e s t a b l o
[ la urraca que quiso ser gallo ]
Ocurrió
a finales del invierno, un año frío como un cuerno. Los campos aún estaban
cubiertos de nieve, pero, en breve, la dulce primavera los iba a cubrir con su
verde bandera.
El gallo Zapallo, restablecido de su afonía,
esperaba el comienzo de un nuevo día subido en su madero, con un gesto más bien
grosero. Estaba un poco enfadado, pues pensaba que el sol, hoy, se había
retrasado. Se le había enderezado la cresta y cada espolón parecía una
ballesta.
- ¿Por kikiriqui no amanece hoy aquí? – se
preguntó el gallo mirando al caballo Rayo, que dormía con premeditación y
alevosía. Relinchó una sonrisa burlona y se acomodó en su tumbona.
- ¿Por kikiriqui se burla el sol de mí? – se
lamentaba el gallo con un trueno y un rayo.
- ¿No te podrás callar? – dijo la vaca Rubí,
que era la única que no dormía allí - ¡Sólo sabes molestar! ¡Mira el gallito! Se
cree todo un perito que sabe más que ninguno cuándo es la hora del desayuno.
Zapallo agitó sus alas de gallo y levantó su
pico hasta que casi se parte el hocico. Pero en ese preciso momento, un
filamento de luz entró por el tragaluz del horizonte, pintando de colores el
cielo y las flores.
El gallo Zapallo carraspeó y cantó.
- ¡Kakarakááá… el gallo no estááá..! - y un
perro dormido se despertó con un ladrido.
- ¡Ya empieza! – dijo la vaca Rubí con
tristeza.
- ¡Kekerekééé… el gallo se fueee..! - y el perro gruñó y se levantó.
- ¡Kikirikííí… el gallo no está aquííí..! - y
rebuznó el burro Jar y se fue a trabajar.
- ¡Kokorokóóó… el gallo no soy yooo..! - y
el gallo cantor miró a su alrededor.
- ¡Kukurukúúú… el gallo eres túúú..! - y a
cada gallina se le puso la piel de gallina.
La urraca Paca, vestida con su elegante
casaca, se había posado en la veleta que, curiosamente, era la silueta de un
gallo subido sobre una saeta.
- ¡Cierra ese pico, que pareces un perico! –
le dijo la urraca Paca al gallo Zapallo. – Cualquiera diría que eres un
papagayo. Puesto que kukurukú, el gallo no eres tú y ya que kokorokó, el gallo
soy yo, a partir de hoy yo soy quien
dice aquí kikirikí.
- ¡Ladrona disfrazada de baronesa ilustrada!
– dijo el gallo Zapallo levantando su pico, abriendo como un abanico sus alas y
lanzando bengalas por sus ojos rojos.
- Jijijijí… ¡Kikirikííí..! – gritó la urraca
con su voz de traca. - ¡Despierte el dormido, pues el día ha venido..!
- ¡Cierra ese pico de inmediato... o te
mato!– amenazó el gallo Zapallo, saltando como un polluelo de su madero al
suelo.
- ¡Kikirikííí..! – repitió la urraca Paca. -
¡El día ya está aquííí..!
Las hermanas ovejas, todas ellas muy viejas,
movieron sus orejas. El caballo Rayo se levantó como un rayo, y el suelo tembló
bajo el cielo. Agazapado en las tejas del tejado, el gato Garabato no perdía
detalle y sus risas se podían oír por todo el valle.
- ¿Aún está afónico ese gallo filarmónico? –
preguntó con cierta ironía la oveja Madeja, mientras sus hermanas se peinaban las
canas.
El conejo Orejo salió de su conejera sacudiéndose
la pelambrera.
- Lo que he oído ¿ha sido la voz del gallo o
ha caído un rayo? – dijo el conejo Orejo, mientras se sacudía la nieve fría.
- ¡No, señor Orejo! – respondió con aire
perplejo la vaca Rubí, que aún rumiaba por allí. – Lo que ha pasado ha sido un
golpe de estado.
- ¡Un golpe de establo! – exclamó la oveja Madeja.
- ¡No sé para qué hablo! – pensó la vaca con
pereza moviendo su cabeza.
- Jijijijí… - rió la urraca Paca. – Son
todos tan bobos que serán alimento de los lobos.
- ¡Un golpe de estado! ¿Y quién lo ha dado?
– preguntó el conejo Orejo mientras caminaba como un cangrejo, buscando la trinchera
de su madriguera.
Desde la veleta, gruñó la urraca Paca con su
voz de escopeta. La veleta se giró y señaló al conejo Orejo que, aturdido por
el miedo, confundió la saeta con un dedo, se metió por el primer agujero y
acabó en el gallinero.
- ¡Kikirikííí... ya estoy aquííí..! – sonó
la traca de la urraca.
- ¡Pájaro de mal agüero! ¡Bandolero!– cacareó
el gallo Zapallo. Y agitaba sus torpes alas como si fueran escalas que le permitirían
subir hasta el cielo. Una y otra vez, al menos dos veces diez, intentó levantar
el vuelo; pero apenas logró separarse un palmo del suelo.
- Jijijijí… - rió desde la veleta la urraca
Paca, que veía que su treta iba por buen camino y hacía prever un cambio en su
destino. - ¡Mirad ahí! Un pollo gordo, viejo y sordo, quiere parecer un
polluelo y levantar el vuelo. ¡Jijijijí..! ¿Es ese el canciller que os ha de
cantar el amanecer?
-
¡Hermanos! – dijo el gallo Zapallo alzando las manos. - ¡No escuchéis a la
urraca, que sólo es una carraca! Es mi deber anunciar el amanecer, y cumplo mi
misión con el corazón. ¿Qué creéis que hará ese pajarraco cuando os tenga a
todos metidos en su saco?
- ¡Kukurukúúú… el gallo no eres túúú..! –
cantó la urraca Paca, haciendo que el gallo Zapallo, en un ataque de rabia, se
quedase sin labia. Miró con temor a su alrededor, pero los demás animales sólo
pensaban en sus cereales. Mudo, con un nudo en la pechuga, se arrastró como una
tortuga hasta el gallinero, en medio de un silencio de acero.
- ¡Amigos, todos sois testigos! – gritó la
urraca hinchando su casaca. – Desde hoy, el gallo es gallina, ponedora y
concubina, y todos sus privilegios se declaran sacrilegios. Y yo soy, desde
hoy, el gallo del futuro. Y os juro que será un tiempo nuevo para todo hijo de
huevo y para todo animal. No es nada personal, pero ese viejo gallo es todo
callo, y ya no sirve ni para hacer caldo. ¡Él no puede ser el heraldo del
amanecer!
Los animales, ignorantes y elementales, no abrían
ni el pico, ni el morro ni el hocico.
- El mundo no es un vagabundo – continuó la
urraca Paca -, ni es un ideal, como quisiera todo animal. En este mundo toman
decisiones reales sólo unos pocos animales.
A lo largo de la mañana, la urraca Paca se
entrevistó hasta con la rana. Logró convencer a casi todos de que éstos eran
los únicos modos de cambiar la situación de la nación de los animales. Y de
todos los símbolos nacionales, la veleta debía ser la primera en cambiar su
bandera.
Los cuervos, siervos de la urraca Paca, comenzaron
a desmontar la veleta, pues ya no tenía razón de ser el gallo subido sobre una
saeta. Al parecer, uno de los cuervos (que no se sabía los verbos), cuando oyó
decir “soltad cuerda” pensó: “¡y ahora quién se acuerda de lo que quiere decir
eso!”, y caviló: “¿debo soltar peso o debo soltar la cuerda?”. Un golpe de
viento resolvió este acontecimiento. En ese preciso momento, el cuervo tenía en
sus manos (diferentes a las de los humanos) la cuerda y el tinglado que bajaban
la saeta por el tejado. El cuervo pensó en el maíz que no comería si metía la
nariz donde no debía. Y, sin más, soltó la cuerda y el tinglado, y la saeta
bajó por el tejado, cada vez más deprisa. Al cuervo le dio la risa.
La urraca Paca, que dirigía este trabajo
delicado desde el alero del tejado, no vio venir la saeta. Un chillido
desafinado de trompeta, salido de la misma garganta del diablo, se escuchó por
todo el establo cuando la saeta atravesó la casaca de la urraca Paca.
Zapallo, que había visto todo por una
rendija, como una sabandija asomó su plumero por la puerta del gallinero.
- ¡Kakarakááá… la urraca se vaaa..! – gritó
el gallo envalentonado, mientras la urraca caía del tejado. Salió corriendo del
gallinero con el tiempo justo de darse el gusto de ver caer a la urraca Paca (o
lo que quedaba de ella) que, como una centella, se estrelló contra el suelo y
exhaló su último anhelo.
- Cada uno tiene en la vida su misión, y
cumplirla es la revolución – dijo Zapallo con orgullo en medio del murmullo de
los animales, mientras se acercaba a la urraca Paca, que había estirado una
pata y tenía ahora el color de la plata.
Levantó la vista al tejado y vio al cuervo
que, como buen siervo, estaba muy apenado.
- Coge esa saeta y colócala de nuevo en la
veleta – ordenó el gallo. El lacayo voló hasta el cuerpo de la urraca y, con
cierta aprehensión, sacó la estaca que atravesaba su corazón. Los otros cuervos
vinieron en su ayuda, y a más de uno, víctima del ayuno, se le fue el pico a la
carne cruda.
- Cría cuervos y te sacarán los ojos – pensó
el perro rascándose los piojos.
Zapallo dio un salto y subió a lo más alto
de su madero de gallo. Un lugar que nunca pensó en abandonar.
El gato Garabato se rascó una oreja,
ronroneando alguna palabreja; dio dos vueltas a su alrededor y pensó que era
mejor ir a otro lado, lejos de aquel tejado. Siguiendo el consejo del gallo,
que sabía más por viejo que por sabio, recogió con sus dientes a la urraca del
suelo, que le serviría de consuelo en los días siguientes.
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