Φ [ E c l i p s e ] Φ
_todo es Magia... y la Razón lo niega

Burbujas

Burbujas
“Cuando un hombre abre una ventana, la casa habla” [Ismael Garnelo García, 3 años]

domingo, 20 de octubre de 2013

El observador


E l   O b s e r v a d o r

   Esta tarde ha llovido. Al mediodía las nubes fueron tomando el cielo, cubriéndolo de tonos grises. En poco tiempo, las primeras gotas empezaron a caer, rebotando contra el asfalto de la calle. Subí el cuello del abrigo y seguí caminando por la acera. La gente, sorprendida por la lluvia, corría hacia algún lugar donde protegerse del agua o caminaba buscando el refugio de los balcones de las casas y las marquesinas de los comercios. También había quienes lo vieron venir y caminaban tranquilamente bajo sus paraguas abiertos.
   De repente, algo ocurrió en mi cabeza. Fue como si un relámpago me atravesara la frente. Incluso escuché el ruido de un trueno en el interior de mi cabeza. ¡Estaba pensando en algo!
   Me detuve en seco… Y espero que sepan perdonar este término en un día de lluvia, pero me quedé paralizado en medio de la acera. Por extraño que parezca, fue la lluvia la que me puso en tiempo presente, apartando con su mano fría el velo de mis ojos. ¡Estaba pensando! ¡Estaba observando el mundo! Por un instante, dejé de sentirme observado y miré a mi alrededor: todo me parecía nuevo. Esa calle, que tantos y tantos días había recorrido, ahora me parecía distinta. Miré a los ojos de la gente y no sentí el temor habitual. Todos iban aprisa, bajo la lluvia. Todos eran muy parecidos entre sí y, a la vez, muy parecidos a mí. La misma alma envuelta en diferentes paquetes de regalo.
   Resulta que soy “uno más”. Entiéndanme; no me refiero a uno del montón, sino a eso, “uno más”. Es decir, no soy una persona especial, marcada con un estigma diferente al resto de la humanidad o con un destino único trazado para dejar una huella en el tiempo. No; más bien al contrario. Comprendí de repente que soy normal. Que pasaré por la vida sin pena ni gloria. Que trabajaré hasta que me jubile, con un poco de suerte dadas las circunstancias, y después viviré una vida de jubilado con mi pensión escasa. Sí, soy normal… pero no se confundan; no soy vulgar. Y prueba de ello es que he sido capaz de despertar de mi sueño.
   Me detuve en seco… y alguien que venía detrás de mí chocó contra mi espalda. Pedí perdón y me aparté. Un hombre malencarado pasó a mi lado y no entendí nada de lo que me dijo, pero no eran palabras amables. Todo formaba parte de lo mismo. Era normal, en mis pensamientos, que ese hombre reaccionara así. ¿Qué debería ocurrir cuando una persona normal choca con otra persona normal en la calle? Hoy por hoy, por ese acontecimiento no es necesaria la intervención de la policía metropolitana ni se debe hacer un parte amistoso para la compañía de seguros. Pero al tiempo… No debería dar estas ideas, pero quizás yo quiera dejar de ser normal.
   Por cierto, soy vendedor de seguros. Me llamo Antonio García y tengo cincuenta años. Casado con dos hijos, niña y niño. Disculpen que no me haya presentado antes, pero no soy escritor de profesión y desconozco los protocolos y las normas estéticas de la prosa.
   Pero, sigamos… Nunca he conseguido una venta excepcional de pólizas en las campañas de promoción, ni he conseguido un cliente de cartera grande. Me he limitado a cumplir con los mínimos, con la excepción de los meses de verano, en los que intento echar el resto por el tema de las vacaciones. Les aseguro que a cambio de mi sueldo cumplo con creces.
   Sé que las ideas de un hombre normal pueden parecer un tanto peregrinas. Pero he oído decir que hubo en su día quien quiso registrar en el Registro de la Propiedad todo el territorio de la luna. Y no en Internet, no. La luna, como suena. Es decir, cruzarte con un amigo por la calle y, como quien no quiere la cosa, dejar caer de repente en medio de la conversación “oye, por cierto, pásate por mi luna cuando quieras”. ¡Mi luna! Imagínense ustedes la cara del amigo. Aunque podría interpretarse como que estoy siempre en la luna. No. Debería decirse de otra manera, pero ya les dije que no soy escritor profesional. Habría que ser más explícito. Dejar bien claro, sin lugar a dudas, que soy el dueño de la luna. Por ejemplo, “oye, por cierto, ahora que la he comprado, pásate por mi luna cuando quieras”. No. Tampoco. Así sí que me tomarían por loco perdido. Es más difícil de lo que parece. Además, lo dijera como lo dijese, siempre quedaría como un lunático. Y si me libro de ser un lunático en el sentido demente, lo sería como habitante de la luna. Pero ¡qué estoy diciendo..!
   Hablando de la luna y los lunáticos… ¿no me estaré volviendo un poco lunático? ¿A qué vienen estos pensamientos? Yo nunca he pensado en estas cosas. Claro que quiero dejar de ser un hombre normal, pero no para ser un loco. Oí decir a alguien en una ocasión que al pensamiento hay que tratarlo como a las cabras: cuerda larga, pero atado. Fíjense como son las cosas… Trato de huir de un ejemplo de lunáticos y caigo en uno de cabras. No, si lo mío…
   De todas formas, no es un mal ejemplo. ¿Qué pastor quiere que sus cabras se caigan por un acantilado o se pierdan en un día frío de nieve? Por tanto, atadas están mejor. ¿Y el pensamiento? ¿Está mejor atado? Hombre, ustedes verán. ¿Quieren ustedes que se les caiga el pensamiento por un acantilado? ¿No les importaría perderlo en un día frío de nieve? Porque la mente también tiene acantilados y días fríos de nieve. No sé qué pensarán ustedes, pero personalmente creo que el pensamiento está mejor atado, a pesar de la cuerda larga. Sí, cuerda larga, para que pueda ir a pastar bastante lejos y no dé demasiado la lata. No me gustaría tener a mi pensamiento continuamente encima de mí. Yo prefiero tenerlo entretenido por ahí y que me deje en paz.
   Me pregunto ¿cómo hacen esas personas que no son normales? ¿Se despiertan por la mañana y vienen de sueños distintos de los míos? ¿Han aprendido a ser diferentes en alguna escuela o es algo natural?
   No sé, la verdad… ¿Qué necesidad tenía yo hoy de meterme estas ideas en la cabeza? Salí de la oficina para visitar a un posible cliente de una cafetería cercana, donde tomo a diario mi almuerzo. Siempre es lo mismo: un bocadillo de tortilla y una cerveza. Me ha costado más de un año venderle una póliza que le cubra las lunas de sus ventanales. No se ha roto ni una luna en ese mismo tiempo y, por ello, se ha resistido hasta ahora. Como verán, no deja de rondarme la luna por la cabeza.
   Pero el caso es que no puedo dejar de pensar. ¿Para qué quiero yo pensar tanto? Sólo conseguiré volverme loco. Fíjense ustedes en la cara de esa gente que está siempre pensando. Parecen tristes. O estreñidos. Sin embargo, choca con la lógica la cara de felicidad que suele tener la gente que piensa lo justo. Por ejemplo, el botones de la oficina es íntimo amigo de mi vecino de mesa, don Ángel, el más antiguo de la empresa. Pues bien, el botones le hace todos los favores que le pide con una amabilidad infinita. Y nunca les he escuchado una conversación que no sea de fútbol. Y son felices mientras hablan. Como si estuvieran resolviendo todos los enigmas de la historia. No sé qué decirles, pero en estos momentos me siento perdido. No sé si hacerme socio de su club de fútbol o si realmente merece la pena pensar de verdad. Me refiero a pensar, ustedes ya me entienden. En fin, pensar en cosas serias. ¿No es eso lo que hacen las personas especiales? Miren mi jefe. Es un mando intermedio; ni siquiera es el director de la empresa, ni mucho menos el dueño. Pero él se siente especial. No sé si es suficiente que uno se sienta especial para ser de verdad especial; esa es otra cuestión. Siempre sonríe al director general y al subdirector. Ahí se acaba su felicidad. Con los demás es como una patata seca. Sin ir más lejos, el otro día, el número uno en ventas del año pasado, Fernández, fracasó en una operación de gran envergadura, con una multinacional. Pues bien, todo lo anterior no valió para nada. Fue despedido por mi jefe como si aplastara una hormiga. Y con su cara de patata. Ni una palabra de consuelo. Ni carta de recomendación. A la calle, sin más.
   No crean que no tengo un pensamiento claro con respecto a mi jefe y, en particular, con respecto a esta anécdota. Para él es muy fácil tomar esas decisiones y venderlas a sus superiores como un ejemplo para forjar mayor voluntad en sus vendedores. Si las personas especiales fueran todas así, yo me quedaría como estoy. Sé que hay personas que no se sienten especiales, sino que son especiales.
   No entiendo a cuento de qué se me pasan estas cosas por la cabeza. Hoy era un día normal. Yo soy un tipo normal. Hasta aquí todo parecía normal. Pero, de repente, me quedo parado en medio de la calle y todo lo que veo, que es normal, me parece anormal. Mi pensamiento se vuelve inestable y me habla de lunáticos y de cabras. Y yo sólo iba a vender un seguro… nada más. No tengo un día especialmente raro. Ni siquiera me dolió la cabeza esta mañana, como suele ser habitual en los últimos meses. ¡Un momento! ¿No tendrá algo que ver el dolor de cabeza con estos pensamientos? ¿Estaré enfermo? Llamaré al centro de salud para pedir cita con el médico, no vaya a ser que…
   Bien. Supongo que estarán de acuerdo conmigo en que esta decisión de ir al médico es inteligente. Hay que ir desechando posibilidades para entender mejor lo que me pasa. Recuerdo una película en la que un tipo tiene un tumor cerebral y hace cosas insólitas. Se vuelve muy inteligente y hasta parece tener algún poder especial. Y resulta que, al final, era sólo un enfermo. ¿Qué nos quieren hacer creer? ¿Que la inteligencia es una enfermedad? La verdad, en estos tiempos que corren me podría creer cualquier cosa. Sólo hay que mirar alrededor. Hoy no se premia la idea original, o el pensamiento lúcido, o la conciencia despierta… No. Hoy vale más una tarjeta de crédito con un límite de al menos seis cifras que todos los pensamientos que uno pudiera tener a lo largo de toda una vida.
   ¿Se dan cuenta? Mis pensamientos siguen haciendo lo que les da la gana. Yo nunca he pensado en estas cosas que digo. No sé de dónde vienen.
   Cuando uno pierde la razón ¿dónde debe ir a buscarla? Si al menos hubiera una oficina de pensamientos perdidos… La razón no es como el llavero. A veces lo dejo en un lugar inadecuado y luego me paso un buen rato buscando hasta que lo encuentro. Pero lo encuentro. En algún lugar están las llaves, sea donde sea. No tienen pies y, por tanto, no se pueden ir lejos de mi control. Seguro que me entienden. ¿Quién no ha extraviado algo? Ah, claro… ésta es la diferencia. Una cosa es extraviar y otra muy diferente perder. Creo que esto tiene solución. Solamente he extraviado la razón, pero no la he perdido.
   Díganme si les parece lo correcto hacer lo siguiente: volver al punto de partida, como hace uno cuando extravía algo. Volveré al origen de estos pensamientos y no dejaré que se pongan en marcha. Daré pasos hacia atrás hasta encontrar el momento exacto en que esta lunática cabra se soltó de su cuerda y se fue a pastar a los acantilados de mi mente.
   Sí. Si ser especial es estar así, me quedo como estoy. Pero no lo olviden; no soy vulgar. Es sólo que ya tengo una edad en la que el tiempo siempre está en el futuro, y el futuro no pienso pensarlo por nada del mundo. El pasado, o lo he olvidado o prefiero olvidarlo. El presente, en fin… creo que puedo hacer un paréntesis. Casi he sido capaz de creerme loco; yo, que soy más normal que nadie. Por Dios.
   Ahora recuerdo aquella extraordinaria sensación de tener toda la vida por delante. La única conclusión que se me ocurre de todo esto es que los seres especiales son invisibles y por eso no creemos en ellos. No, no, no… no es así como voy a conseguir desandar este camino de cabras lunáticas, no… Pero lo cierto es que ese pensamiento me atrapa. Todo es una cuestión de fe. Por eso hay personas especiales; porque tienen fe y son quienes quieren ser. La voluntad sirve, claro que sí. La voluntad es el remo. Pero si no lo mueve el brazo de la fe, ¿de qué sirve? Pues para hacer cosas en el límite de lo normal, pero no cosas extraordinarias. La fe es la articulación que hace que algo se transforme de normal en especial. Como mi bocadillo de tortilla, que en breve estaré disfrutando siempre y cuando consiga salir del acantilado; si además de la tortilla le pones tomate y ajo, el sabor se multiplica, ¿no? ¿No están de acuerdo? Pues así es todo lo demás. A mí me gustaría tomarme así la vida, con tomate y ajo. Pero de cabras lunáticas, nada. Ya está bien. Veamos…
   Esta tarde ha llovido. Al mediodía las nubes fueron tomando el cielo, cubriéndolo de tonos grises. En poco tiempo, las primeras gotas empezaron a caer, rebotando contra el asfalto de la calle. Subí el cuello del abrigo y seguí caminando. Un minuto más tarde llegué a la cafetería de Pedro. Pedí mi bocadillo de tortilla, con tomate y ajo, y una caña de cerveza. Saqué de mi cartera la póliza del seguro que, al fin, iba a venderle a Pedro, incluyendo una cláusula extra que le cubriría las lunas de sus ventanales y… y…
   No hay nada que hacer… Ya apareció la luna de nuevo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario