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_todo es Magia... y la Razón lo niega

Burbujas

Burbujas
“Cuando un hombre abre una ventana, la casa habla” [Ismael Garnelo García, 3 años]

domingo, 20 de octubre de 2013

El final del día


E l   f i n a l   d e l   d í a

   Cuando Yosés apareció en la puerta de mi casa me hizo entender con sus gestos que quería que le acompañase. Bien sabía él desde siempre lo mucho que me gustaba madrugar, pero no era su costumbre aparecer sin avisar a las nueve de la mañana. Mientras cogía mi abrigo, mi sombrero y mi bastón él me apuraba con sus voces.
   - ¡Venga, Ángel… date prisa! – me exigía nervioso, empujándome.
   - ¿Qué ocurre? ¿A qué viene tanta prisa? – le respondí algo molesto por sus empujones. Cuando conseguí ponerme el sombrero Yosés ya me había sacado a la calle.
   - Tú siempre vivirás en las nubes – me dijo mirándome asombrado. - ¿De verdad no recuerdas qué día es hoy?
   - Pues claro que sé qué día es hoy; es, veamos, miércoles… sí, eso es; hoy es miércoles – le dije mirándole por el rabillo del ojo. La verdad es que no sabía con certeza si era miércoles o jueves.
   - ¡No me refiero a eso, viejo! – me soltó a la cara. – Además, debes saber que hoy es martes. Pero no es esa la pregunta que estoy haciéndote.
   - Yosi – le dije amistosamente. – Si quieres que entienda algo deberás ser un poco más claro.
   - Pero ¿dónde tendrá la cabeza este hombre? – dijo mirando al cielo.
   Le miré con cara de sorpresa. Empecé a buscar a velocidad de vértigo por el interior de mi memoria. Nada, ni el más leve indicio de algo importante que debería ocurrir en estos días. Yosés me miraba a los ojos, creo que con la esperanza de ver asomar un hilo de luz en mi mirada. Al mismo tiempo, sonreía de forma burlona. Habíamos dado unos pasos por la calle que baja desde mi casa hasta la plaza.
   - ¿Qué? ¿Al genio se le alumbra el farol? – me dijo sin quitarme los ojos de encima.
   - Yosi, te aseguro que… - intenté justificarme.
   - ¡Déjalo! – me interrumpió enfadado. – Ya veo que no lo recuerdas.
   - ¿Recordar qué? – le dije agarrándole por los hombros. - ¡Vamos, hombre! Deja de torturarme y dímelo ya.
   Me cogió las manos apartándolas de sus hombros. Me miró de nuevo a los ojos, con una seriedad que no me esperaba.
   - Hoy es martes, sí – dijo sin apartar su mirada de la mía. – También es día nueve, ¿sabes? Y, por cierto, es día nueve de septiembre.
   Seguía mirándome sin pestañear.
   - Si te refieres a que hoy es mi cumple… - intenté decir, pero él me interrumpió sin prestarme atención.
   - Por cierto – casi gritó para ocultar mis palabras y, agitándome por los hombros, añadió cuando creí que estaba todo dicho y sin haber sido capaz de entender el sentido de lo que me decía: – Por si no eres capaz con todos estos datos de concluir por ti mismo, te diré que hoy es día nueve del mes de septiembre del año nueve del tercer milenio.
   ¡Ah, claro! Era eso. Nueve del nueve del nueve. Mi cumpleaños en un año en el que coincidían curiosidades matemáticas. ¿Cómo pude olvidar esa obsesión de Yosés por los números? Además, hoy cumplo noventa años. Realmente es curioso. Cumplo noventa años el nueve del nueve del nueve. He vivido una larga vida y apenas ha sido un instante lleno de diminutos e intensos momentos. Hoy recuerdo de manera nítida un día de hace muchos años. Aquel día llegó al pueblo el primer niño negro que yo veía en mi vida. Ese niño sería muy pronto mi mejor amigo. Ese mismo niño es, unos años después, el viejo que me zarandea por los hombros.
   - Yosi – le dije con cara de circunstancias. – No sabes cómo lamento tener esta memoria ruinosa. Pero, ¿qué quieres? A estas edades las vigas y las columnas de nuestro templo se debilitan. Los muros y el tejado se cubren de musgos y telarañas. Y en su santuario, la mente se adormece.
   Yosés me miraba sin decir nada. A fin de cuentas, él debía entenderme sin problemas, pues ya había cumplido los noventa a primeros de año.
   - ¿Cuántos años hace que nos conocemos? – me dijo de repente, parándome al poner una mano sobre mi pecho.
   - ¡Eh, viejo! – le respondí cariñosamente. – ¡Eso sí que no lo he olvidado! Fue en los primeros días del primer curso de bachillerato, cuando tú llegaste al pueblo. Me quitaste de encima a aquellos dos chicos que me habían tirado al suelo del patio, durante el recreo, y se dedicaban a darme patadas. Aún puedo ver sus caras de sorpresa cuando los cogiste a cada uno con una mano por el cuello del abrigo y los lanzaste por el aire, como si fueran dos marionetas. Fuiste tan convincente que, a pesar de ser más delgado y más bajito que ellos, salieron corriendo.
   - ¡Qué tiempos! – me dijo cogiéndome por el brazo, mientras me invitaba con su gesto a continuar nuestro paseo. - ¡Qué tiempos aquellos!
   - Tú y yo, mi querido amigo – dije con un tono de añoranza - somos como dos ancianos elefantes que caminan hacia el cementerio de marfiles y sueños. Ya hemos llegado a ese punto en el que nos podemos permitir hablarle de tú a la dama de negro.
   - Ja ja ja – rió Yosés divertido. – Eso vale para ti, amigo mío. Yo traté de tú a la dama de negro durante sesenta años, hasta que me quedé viudo.
   Yosés reía su broma y yo no pude esconder una sonrisa en mi gesto de sorpresa.
   - ¡No me refería a Magdalena, so bobo! – le respondí. Por supuesto que, aunque ya no lo veía, no había olvidado el color de la piel de Yosés y de su mujer.
   - Ya sé, hombre. No te pongas tan serio – me dijo enseñándome sus manos. - ¿Ves estas manos? Son negras por un lado, pero su color se desvanece en las palmas. ¡Estoy perdiendo color!
   Rió como sólo él sabía reír. Su risa me arrastraba siempre, sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.
   - ¡No me vengas con esa, viejo! – añadió levantando sus pobladas cejas blancas. – Esa señora no está invitada a nuestra fiesta de hoy.
   - Sólo hacía un comentario – respondí. – No he querido dar a entender que ya me encuentre con una pierna en el otro lado.
   - ¿Sabes, Ángel? – me dijo con los ojos muy abiertos, parándose en medio de la acera. – Aún me siento con fuerzas para quitarte otra vez de encima a aquellos dos chiquillos.
   Siempre he admirado, entre otras cosas, el optimismo de mi amigo. Nunca le escuché decir que algo era imposible, mientras que para mí ese algo, quizás, era de una dificultad extrema. ¡Cuántas veces me había animado Yosés a tomar decisiones! Incluso la decisión más importante de mi vida, cuando conocí a la Zurda, como llamaban en el pueblo a mi mujer, Alma. Lástima que le cambiaran su nombre, pues era pura alma mi querida Zurda. Y le adjudicaron ese mote sólo porque a mí me llamaban el Diestro desde mis años adolescentes, cuando soñaba con ser un torero. El único que no me llamaba así era Yosés; para él siempre he sido Ángel. Y la verdad es que la Zurda fue para todo mi mano izquierda, siempre con aquella sonrisa tan dulce entre sus labios. Y aquella voz, tan luminosa, que llenaba mi mundo de oxígeno. Desde que ella se fue no he vuelto a respirar bien.
   - ¡Estás pensando en la Zurda! – me gritó de repente Yosés. - ¿A que sí? Lo puedo leer en esos ojos de anciano loco.
   - ¿Y qué hacías tú durante mi silencio? – le pregunté con curiosidad atrevida.
   No respondió. Me miró de lado y me sonrió.
   - ¡Vamos, viejo! – dijo pasando su brazo por mi hombro. - ¡Hoy vamos a fundir los plomos tú y yo!
   ¡Vaya par de locos! O al menos, eso debían pensar los muchos vecinos que a esa hora cruzaban la plaza, camino de su trabajo, o desayunaban sentados en las terrazas de los cafés, o simplemente daban un paseo. Nosotros íbamos andando deprisa, como si aquellos dos adolescentes hubieran regresado después de un largo viaje por diferente destino, y recuperasen ahora el tiempo que habían estado separados mientras nosotros envejecíamos. Su brazo en mi hombro me hacía no menos del doble de fuerte y seguro de mí mismo. Y sé que él sentía lo mismo que yo.
   - ¡Sí, Yosi! – le dije con los ojos llenos de lágrimas. - ¡Fundamos los plomos! ¡Sigamos escribiendo la historia pequeña que nos pertenece!
   - ¿Recuerdas, al menos, el plan? – preguntó cerrando su brazo alrededor de mi cuello. – Porque si has olvidado el plan soy capaz de estrangularte aquí mismo.
   ¡El plan! Sí, es verdad que hicimos un plan el año pasado. Después de la partida de dominó, a la hora del café, en el antiguo café del Teatro. Estuvimos toda la tarde dándole vueltas. Fue el día treinta y uno del pasado mes de diciembre. Yosés llevaba dos meses estudiando sus tablas de números y, al fin, había llegado a una conclusión. Según sus cálculos, el mismo día que ambos tuviéramos noventa años se darían a nivel planetario ciertas conjunciones irrepetibles a lo largo del resto del año. Si a esto sumábamos, según decía Yosés, la increíble coincidencia numérica del día de hoy, lleno de nueves, la única conclusión posible a la que podríamos llegar es que hoy, nueve del nueve del nueve, tenía que ser un día muy especial. Comenzaríamos desde temprano y terminaríamos a la puesta del sol, cuando la luz se lleva los colores por el horizonte y la noche, con su sombra extendida, cubre el alma de todas las cosas. Por mi parte, ya había decidido hace tiempo que esto, al final del día, iba a ser cierto.
   - Sí, querido viejo amigo – le respondí secándome las lágrimas. – Lo recuerdo muy bien. Por esa razón hemos venido directos a la plaza. Aquí dijimos que estaría la línea de salida, en el mismo café del Teatro donde concertamos nuestro plan.
   ¡Claro que lo recordaba! Llegamos al acuerdo de que hoy sería un día lleno de nueves, el último de los números naturales antes del cero. Por esa razón él había aparecido en la puerta de mi casa a las nueve de la mañana. Y por esa razón su prisa, pues a las nueve y nueve teníamos que estar pidiendo nuestros cafés. Consulté mi reloj.
   - Yosí – le dije mientras le abría la puerta. – Son las nueve y ocho minutos exactamente. Todo va según el plan.
   Por respuesta me miró y, con una amplia sonrisa entre sus labios, movió afirmativamente la cabeza. Nos acercamos al mostrador y, consultando su reloj, Yosés pidió dos cafés. Mientras nos servían, traté de enumerar en mi mente todos los pasos que íbamos a dar en este día. Después del café iremos al cementerio a visitar las tumbas de Magda y la Zurda. Cada uno con nueve rosas del color preferido por cada una de nuestras esposas: Magda, rosas rojas; Alma, rosas amarillas. Rezaremos unas palabras con ellas después de entregarles las flores. Yo le hablaré a la Zurda de nuestros hijos y de nuestros nietos, tal y como le prometí en su último aliento. A continuación, iremos dando un paseo desde el camposanto hasta nuestra vieja tierra, a las afueras del pueblo. Una hectárea de terreno junto al río, que tanto alimento dio a nuestras dos familias. La compartimos durante más de cuarenta años. Le debíamos mucho a aquella tierra; por esa razón nunca la vendimos. Hoy le rendiremos el tributo que se merece.
   - ¿Has terminado ya tu café? – me interrumpió Yosés, mientras con su mano me mostraba su reloj.
   Eran las nueve y veinticinco. Teníamos el tiempo justo para ir caminando hasta el cementerio y estar a la hora prevista con nuestras esposas. Dejé sobre el mostrador unas monedas y salimos del bar. Al lado del café del Teatro estaba la tienda de flores de la señora Flora, como todo el pueblo llamaba a su dueña, cuyo verdadero nombre ya ni recuerdo. Compramos las rosas y volvimos a la calle. Cruzamos la plaza y pasamos por delante del portón de la iglesia, rodeando sus viejos muros de piedra.  Por el Paseo de los Tristes, como llamábamos Yosés y yo al bulevar que iba desde la plaza hasta el cementerio, nos dirigimos al camposanto. Caminamos en silencio. Sólo de vez en cuando nos mirábamos con una divertida complicidad. Ya podíamos divisar la tapia del camposanto, a las afueras del pueblo. La puerta de hierro estaba abierta. Yosés me cedió el paso y entró detrás de mí. Me agarró por un brazo y, mirándome a los ojos, me estrechó la mano. No dijo nada. Se dio la vuelta y se dirigió hacia el lugar donde descansaba Magda. Le miré caminar de espaldas, apoyándose en su bastón. No pude evitar recordar a aquel muchacho de once años que, con sus alas protectoras, me liberó de aquellos dos brutos, hace tantos años. Como una vieja película en blanco y negro, mi memoria me proyectó tantos y tantos recuerdos de nuestra larga amistad. Cuando Yosés desapareció detrás de unos cipreses, yo también caminé hacia la cueva de mi Alma, pues en la tumba de mi Zurda ha descansado con ella siempre mi alma.
   - Hola, Zurda – la saludé al llegar ante su tumba. Una sencilla hilera de piedras, traídas de diferentes lugares del pequeño mundo que conocimos, rodeaba con armonía el perímetro de hierba bajo el que ella dormía.
   - Ya queda muy poco tiempo para que podamos estar juntos otra vez – seguí diciéndole. – Este domingo pasado, antesdeayer, invité a comer en nuestra casa a todos nuestros hijos y a todos nuestros nietos. En total éramos diecisiete. No me resulta fácil poder juntarlos a todos. Ya te he contado que nuestros hijos se han ido a vivir fuera del pueblo, a la ciudad. Todos se encuentran bien de salud. Pero disculpa, querida Alma, que hoy sea parco en palabras y te hable poco de nuestros hijos y nietos.
   No podía decirle todo, pero necesitaba decirle algo. Nunca supe tener un secreto para ella. Me temblaban las manos y no era de frío. Apenas el otoño asomaba sus colores ocres en las puntas de algunas hojas y no hacía frío esta mañana.
   - Hoy es un día muy especial – continué, arrodillándome junto a su tumba. – Y no lo digo porque sea mi cumpleaños, que sé que no lo has olvidado. Lo digo porque este cumpleaños lo celebraremos juntos de nuevo.
   Puse mi mano derecha sobre la hierba que crecía en su tumba, acariciándola como si fuera su piel, dulce y suave, que aún podía sentir en la palma de mi mano.
   - Esta noche, a las nueve – continué hablando - iremos juntos a cenar a aquel restaurante que te gustaba tanto, a la orilla del río. Ya he reservado mesa. Y después de cenar, regresaremos a casa paseando por la orilla del río. Esta noche, amor mío, soñaremos juntos de nuevo.
   No sé cuánto tiempo estuve allí arrodillado, junto a ella, recordando los momentos más especiales de nuestra vida. La campana de la iglesia me despertó de mi ensueño. Estaba llamando a los fieles; por tanto, eran las doce. Para atestiguarlo, el reloj del ayuntamiento desgranó doce veces la misma uva. Me levanté y sacudí las rodilleras de mi pantalón. Yosés se acercaba por el camino central del cementerio y me hacía señas.
   - Hasta esta noche, Alma mía – me despedí de mi Zurda.
   Me reuní con Yosés en el camino. Me recibió con los brazos abiertos. Nos abrazamos en silencio durante un largo rato, hasta que él se separó, cogiéndome por el brazo y empujándome a caminar.
   - Vamos, viejo – me dijo con su amplia sonrisa. – La segunda etapa de nuestro viaje nos espera. No hagamos esperar al destino. No es una novia enamorada.
   Fuimos paseando desde el camposanto hasta nuestra tierra, a las afueras del pueblo, a través de las callejuelas que bajan por el otro lado de la iglesia. Un laberinto de calles estrechas, que son la parte más antigua de nuestra aldea. Dicen que en su día, hace muchos años, este barrio estaba amurallado y que, donde hoy está la iglesia, hubo un pequeño castillo que pertenecía a un marqués… ¿o era un conde…? En fin, ya no recuerdo. En los tiempos jóvenes, tardábamos en llegar desde la iglesia hasta nuestra tierra no más de diez minutos. Ahora, ayudados por nuestros bastones, no lo haremos en menos de veinticinco minutos.
   - Oye, viejo – me dijo Yosés cuando recorríamos la última callejuela, antes de salir del pueblo. – ¡No vayas tan deprisa! Me duele toda la espina dorsal de arrastrarla por estos adoquines. ¿Cuánto falta para que pisemos tierra?
   - Ya no falta nada – le dije con el ánimo de activar su energía.
   Era evidente que la fortaleza de la mañana no nos iba a durar todo el día. En todo caso, le dije la verdad, pues una vez fuera del pueblo no tardaríamos en llegar a nuestra tierra.
   - ¡Más me vale! – me respondió. – Si esto dura cinco minutos más acabaré tu cumpleaños en la casa de salud.
   - No seas tan dramático, hombre – le dije sonriendo para mis adentros.
   - Me siento más esqueleto que tus famosos elefantes – dijo Yosés con una sonora carcajada que, como era habitual, no pude reprimir imitar.
   - ¡Sí! – le respondí, mezclando palabras y carcajadas. - ¡Ya puedo oír el redoble de tus huesos! ¡Oh, qué música en este teatro celestial!
   - ¡Eh, viejo! – me dijo de repente, dando un pequeño golpe con su bastón en el mío. - No te estarás burlando, ¿eh?
   Cuando miré hacia él, temiendo encontrarme con su mirada enfadada, me encontré a Yosés haciéndome burla y con el pícaro guiño de su ojo derecho, que conocía desde siempre. Era su manera de decir ‘es una broma’.
   - Ya hemos llegado, Yosi – dije deteniéndome ante la puerta de entrada a nuestra tierra. Miré mi reloj: eran las doce y veintinueve.
   Una discusión con Yosés, fuera divertida o fuese seria, podía durar horas interminables. Y hoy no había tiempo para la filosofía. Le abrí la puerta, una sencilla hoja de tablas de madera, de media altura, que se sujetaba a unos goznes de hierro clavados en un muro de piedra que iba bordeando toda la hectárea. Nuestra tierra era nuestra patria. A pesar de que ya no cultivábamos nada en ella, una fina capa de hierba cubría toda su extensión. Nos acercábamos casi a diario a regar y, en su momento, para arrancar las malas hierbas. Al fondo de la finca, a un lado de la caseta de aperos, daban sombra un par de olivos; al otro lado, dos naranjos y un limonero.
   - Despierta, hermano – escuché a mi lado la voz de Yosés. – No es momento de nostalgias. Hemos venido a ser agradecidos con este pedazo de planeta, que tanta hambre y miseria nos quitó.
   - ¡Mira quién habla de nostalgia! – le respondí. – ¡Quita esa cara de palo y lanza al vuelo la mejor de tus sonrisas! A no ser que quieras que esta tierra viva crea que estamos tristes o que hemos sido desafortunados con ella.
   Dejé a Yosés con la palabra en la boca. Caminé tranquilamente hasta la caseta y abrí su puerta; busqué en su interior la manta que utilizábamos siempre al final de la tarea. La echábamos en medio de la hectárea y nos tumbábamos sobre ella, esperando la llegada de las estrellas. Cogí la manta y me acerqué hasta el centro de la finca. La extendí sobre la hierba y, con mi mirada, le dije a Yosés que se acercara. Vino sonriendo y tarareando una melodía del campo. Nos tumbamos sobre la manta, ambos en un silencio hermético. Sin embargo, cada uno sabía lo que el otro pensaba. A este momento tan místico lo llamábamos “el túnel del tiempo”, pues siempre nos llevaba a lugares y momentos elevados en la distancia y en el tiempo.
   - ¿Has traído las ofrendas? – me preguntó Yosés de repente.
   Un sobresalto recorrió mi espalda. ¡Las ofrendas! Busqué en los bolsillos de mi abrigo. Por suerte, o más bien porque me conozco, llevaba siempre las ofrendas conmigo, desde el mismo día que las terminamos. En el bolsillo izquierdo llevaba una hoja plegada de papel de arroz, en la que habíamos escrito unas palabras, frutos de nuestros corazones; en el bolsillo derecho encontré la figura que representaba a nuestras dos familias, tallada por nosotros mismos en una piedra de la finca.
   - Sí – respondí enseñándole mis manos con las dos ofrendas. No pude disimular un gesto de alivio.
   Yosés me hizo una señal y me levanté. Abrí el papel, tragué saliva y comencé a leer.
   - “Querida madre tierra. Gracias por todo lo que nos has dado. Gracias por lo que nos has quitado. Tu inmaculada dignidad nos ha hecho a nosotros más dignos. Hemos llegado a ti con las manos casi vacías, pero con el corazón lleno; y tú siempre has sido generosa con nosotros. Nunca te hemos gritado; y tú siempre nos has hablado al oído. Apenas hacíamos una caricia a tu cuerpo; y tú nos llenabas de besos. Te hemos pedido esfuerzos; y tú has hecho milagros. Nos has regalado flores y frutos durante toda nuestra vida; y tú te has conformado con nuestras pequeñas palabras. Nosotros nos hemos hecho bastante viejos; y tú, sin embargo, sigues siendo la misma de entonces. Nunca te hemos entregado a otro a cambio de nada, y ahora no será diferente. Por eso hemos decidido darte la libertad; ya no tendrás más dueño. Cuando nos vayamos hoy de aquí, cuando abandonemos tu abrazo de piedra y tu casa de hierba, iremos al ayuntamiento. Tenemos cita con el notario y con el alcalde. Firmaremos un documento por el cual, a partir de hoy, serás propiedad de todos los vecinos del pueblo, con la condición de que harán de ti un jardín público, con un rincón muy especial destinado a los niños y a sus juegos. Se respetarán tus árboles y se plantarán algunos más, para que los pájaros vagabundos encuentren aquí su casa; varios caminos de tierra serán dibujados en tu piel, bordeados de pensamientos y margaritas, amapolas y violetas; en tu corazón se levantará una hermosa fuente que te arrulle con la dulce música del agua. Nunca estarás sola y todos los seres que vivan en ti o que vengan a disfrutar de tu generosidad te respetarán. Sólo esperamos que sea de tu agrado nuestra decisión y que comprendas que no podíamos dejarte abandonada”.
   Cuando terminé de leer, una lágrima distraída bajaba por mi cara, como un trineo por la nieve. Miré a Yosés y él también estaba llorando. Hice un paquete, envolviendo la figura de piedra con el papel de arroz. Miré a Yosés y le mostré con mis ojos el olivo más anciano, que habíamos plantado juntos el mismo día que compramos la tierra.
   - Vamos – dije extendiéndole mi brazo para ayudarle a levantarse.
   - Vamos – me respondió levantándose.
   Fuimos caminando hacia la caseta. Cogí de una caja de utensilios una pala de mano que utilizábamos para la siembra y me arrodillé a los pies del olivo. Esperé a que Yosés se arrodillara a mi lado y comencé a cavar un pequeño agujero en la tierra que lo bordeaba. Cuando me pareció que tenía la suficiente profundidad, coloqué en su fondo el paquete con nuestras ofrendas y volví a poner la tierra en su lugar.
   - ¡Que el Señor de los Universos premie por siempre tu caridad! – dijo Yosés cuando el agujero estuvo cerrado de nuevo. - ¡Oh, querida madre tierra! Nos enseñaste que hay un camino para recorrer la distancia que separa a un corazón de otro corazón. Para ti, madre, nuestra humilde ofrenda que te presentamos con respeto.
   Yosés me miró y afirmé con mi cabeza. La campana del reloj del ayuntamiento estuvo dos veces de acuerdo con nosotros.
   - Ya son las dos – le dije a Yosés. – Tenemos el tiempo bastante justo para ir hasta el viejo puente romano y llegar después puntuales a nuestra cita de las cuatro. Si tienes hambre puedo llamar y retrasar nuestro compromiso.
   - No sería correcto hacer esperar al señor alcalde y al señor notario – me respondió con una mueca burlona. - ¡No sea que nos tomen por dos viejos chiflados! Además, el hambre que tengo en este momento es como el sueño: sólo se quita despertando.
   Me cogió por el brazo y me indicó con su bastón la puerta de la finca. Me dejaron un tanto intrigado estas misteriosas palabras finales de Yosés. Se parecían a las palabras con las que me hablaba mi alma desde hacía tiempo.
   - Vamos, compañero – dijo Yosés con sus ojos oscuros llenos de una luz resplandeciente.
   Cogido de mi brazo y apoyado en su bastón, Yosés volvió la vista atrás paseando sus ojos por todo aquel pedazo de tierra que iba quedando lejos.
   - Adiós – dijo sonriendo. Me miró levantando sus hombros. Yo le sonreí y, cogiendo su brazo, eché a andar hacia el puente.
   Caminábamos en silencio, apoyados en los bastones, cada vez más parecidos a un par de elefantes viejos que, arrastrando sus trompas por la selva, no parecían seguir un camino, sino un destino. Yo le insistí a Yosi para incluir el puente romano en nuestro periplo de hoy. Al principio él no estaba muy de acuerdo. Pero yo puse tanto interés que, finalmente, aceptó. Tuve que dejarme ganar al dominó para convencerle, pues bien sabía yo que eso era suficiente para ponerle de buen humor. “Sí, hombre, sí… Lo que quieras”, dijo sin poder esconder la sonrisa que siempre se le dibujaba en la boca cuando ganaba la partida. Tenía mis razones para querer cruzar el puente hoy. No sólo por esa historia tan conocida por todos los vecinos: cuando los romanos construyeron el puente sobre el río, levantaron también unas cuadras que abastecían de caballos frescos a los correos militares que comunicaban entre sí todos los rincones de aquel imperio. De esas caballerizas surgió una pequeña aldea que apenas ha cambiado su perfil hasta hoy. No; no fue ésta la razón que me impulsó a querer ir hasta el puente hoy. La verdadera razón fue mi padre. Para él, el puente era una frontera. Me llevaba allí todos los domingos. Recuerdo con toda claridad el último paseo que dimos juntos. Fue un domingo de primavera, hace ya muchos años. Él estaba enfermo; todos lo sabíamos. La Zurda se había quedado en la casa ayudando a mi madre. Mi padre no abrió la boca en todo el camino. Cuando llegamos, me pidió que nos sentáramos un rato en los bancos que hay junto al río, desde donde se veía toda la majestuosidad del puente. Me preguntó si ya me había contado alguna vez la historia del puente. Esta historia le gustaba mucho y ya me la había contado unas cuantas veces. Le dije que no, que no sabía a qué historia se refería. Se levantó cogiéndome del brazo y me llevó debajo del puente, donde un par de arcos por cada extremo habían quedado por completo en terreno seco. “El río ya no es lo que era”, me dijo mientras se sentaba en la hierba, al borde del agua. “No hace muchos años, nos tirábamos de cabeza al río desde lo alto del puente”, dijo moviendo negativamente la cabeza. “Si lo haces hoy, dejarás la cabeza clavada en el fondo del cauce”, dijo mirándome y haciendo un gesto con su bastón, como si alguien se lanzara desde lo alto de una torre. “Este puente”, comenzó mi padre, “lo construyeron esclavos. Los romanos los traían de otros países conquistados. Siempre han existido los amos y los siervos”. Le miré y tenía los ojos cerrados, como si estuviera buscando en su memoria cada palabra que iba a decir. “Entre esos esclavos, hubo uno que dejó un mensaje. Es el mensaje de un condenado a muerte. Está escrito en lengua céltica. Lo dicen los sabios, no yo”, me dijo señalándome con el bastón. “Hace muchos años, cuando el río perdió parte de sus aguas en la presa que construyeron los romanos modernos, esos sabios vinieron a estudiar el puente. Por aquel entonces sólo se podía ver el fondo de los dos arcos exteriores”. Tomó aire para poder decirme: “¿Y sabes quién fue el que encontró el mensaje?” Hizo una pausa, mirándome y sonriendo como un niño. Yo levanté los hombros. “Aunque te cueste creerlo, no fue uno de los sabios; fue un niño. ¡Fui yo!, tu padre”, dijo riendo. “Ahora ya sabes porque me llaman El Sabio en el pueblo”, dijo sin parar de reír. “Sentía curiosidad por el trabajo de aquellos hombres. Me pasaba el día metido entre sus piernas, escuchando lo que hablaban aunque no entendía gran cosa. Parecían buscar un tesoro oculto y yo me puse a buscar con ellos. ¡Y lo encontré! Encontré el tesoro”, dijo acariciándose los pocos pelos blancos que le quedaban en la cabeza. “¡Quién me lo iba a decir! Yo, un hombre de aldea que aprendió con dificultad a leer y a escribir y a hacer las cuatro reglas”. Volvió a su silencio, buscando en su interior. “¿Y sabes lo que decía el mensaje”, dijo mirándome a los ojos. Sus ojos estaban húmedos, atrapando con dificultad lágrimas que mezclaban emoción y miopía. “’Aquí estaré siempre’, decía el mensaje de aquel hombre”, dijo mientras clavaba la punta de su bastón en la tierra húmeda de la orilla del río. “Y dijo la verdad; una verdad que ya tiene varios cientos de años”. Mi padre se levantó y se acercó al primer pilar del puente. Pasó su mano por la piedra y me miró. “¿Puedes verle? Aquí está aquel hombre; en cada piedra de este puente está su voluntad. Gracias a él y a su mensaje de esperanza, yo también estaré siempre aquí”. Me cogió por el brazo y me llevó con él hasta el puente. “Ven, hijo. Vamos a cruzar el puente una vez más. Quizás sea la última y quiero despedirme de él”.
   Por esta razón quería yo incluir el puente en nuestro plan de hoy. Yosés conocía también esta historia. Mi padre la contaba muy a menudo, sobre todo en los últimos años de su vida. No me hizo falta recordárselo para que comprendiera que para mí era algo más que nostalgia.
   Nos alejamos de nuestra tierra por el camino que comunica huertas y viñas con la carretera del pueblo. A la entrada, bajo un arco antiguo que perteneció a una casa noble, el camino se bifurca: por un lado, las callejuelas que asciendan a la plaza, con la iglesia y el ayuntamiento en sus costados principales; por el otro lado, un camino empedrado que llega hasta el puente.
   - Tú lo que quieres es acabar con este elefante – dijo Yosés arrastrando sus pies por las piedras. - ¡Mira que traerme por este camino, lleno de trampas para un anciano! – exclamó.
   - ¡Vamos, hombre! No seas tan llorón – le respondí con el bastón en alto.
   - ¡Eh, tú! Nada de amenazas o probarás mis colmillos – dijo levantando él también su bastón.
   - ¡Quieto! – dije bajando mi bastón. – A ver si aún nos vamos a hacer daño con las trompas – añadí riendo.
   - Hablando de trompas – dijo echándose la mano a la entrepierna. – Tengo unas ganas de mear... O meo ya o me lo hago encima.
   Nuestras risas se mezclaron con el canto de los mirlos. Continuamos bajando por el camino de piedra. Después de tantos años sabía muy bien cómo tenía que hacer para darle un poco de energía a Yosés. Una broma era como un milagro; un resorte que le hacía cambiar de estado en un abrir y cerrar de ojos. En un momento llegamos al puente, solitario a esas horas como yo esperaba. Eran las dos y media en punto. Pude escuchar los dos cuartos del reloj de la iglesia, mezclados con los susurros del río.
   - Va a ser una visita muy rápida – le dije. – Sólo te pido que crucemos el puente en los dos sentidos y nos vayamos por donde hemos venido.
   - Hagamos como deseas, Ángel – me respondió mirando el camino empedrado que atravesaba el puente; un camino que me pareció en ese momento la obra de todas las huellas de las infinitas personas que lo han cruzado a lo largo de su historia.
   Eché a andar, y Yosés me siguió. Caminamos junto a esas infinitas huellas, como si al atravesar el puente atravesáramos el tiempo. “Aquí estaré siempre”, aún oía la voz de mi padre, mientras caminaba por la espina dorsal del dragón de piedra. ¡Qué bien me conoce Yosés! Permaneció en silencio a la ida y a la vuelta, hacia Roma y hacia el pueblo. “Aquí estoy, padre. Aquí estamos todos, como tú siempre decías. En cada piedra de este puente puedo leer el mensaje que tú encontraste. Quizás nadie lo leyó antes que tú, desde que la mano del esclavo celta lo cinceló con su sangre en la piedra. Hoy puedo decirte, padre, que al fin he comprendido el significado de esas palabras. Hoy cumplo noventa años, y ya estoy cerca de la eternidad”.
   Miré a Yosés, y él comprendió lo que mi mirada quería decir. Me dijo que sí con la cabeza. Fui a sentarme en la hierba, al borde del río, en el mismo lugar donde había estado sentado con mi padre aquel domingo de primavera. Sentía su presencia a mi lado. “Padre, cuanto más viejo me hago más comprendo tu sabiduría”, habló mi corazón. “Sé que estás aquí, padre. Pero ojalá estuvieras aquí ahora, a mi lado. Ya soy un anciano, y aún me pregunto si te sentirás orgulloso de mí”. No sé porqué, a pesar de la edad, que tan sólo es tiempo, he llevado conmigo toda la vida esa deuda que responde a un préstamo imaginario. “Al final, tenías razón, padre. No me fui del pueblo. Pero no pude evitar que mis hijos sí se fueran. Sé que esto te disgustaría bastante”. Pues, a fin de cuentas, fui yo mismo quien les animó a hacerlo. ¿Qué futuro les podía yo ofrecer aquí? ¿Cómo les dices a unos muchachos que su porvenir habrá de ser mañana el que es hoy tu porvenir? No era ambición; simplemente, ya por aquel tiempo conocía bien mi vida. Y para mis hijos, deseaba otra vida diferente; al menos, que ellos tuvieran la libertad de elegir su futuro. Si cometían un error, la  equivocación sería suya, y no la de su padre; y si acertaban, sería su éxito y no el mío. Sin préstamo imaginario, no habría deuda. Fin de un ciclo. Es una herencia que no quería dejar a mis hijos. “Aquel domingo pensé que me estabas regalando una frase hermosa, padre. ‘Aquí estaré siempre’, dijiste mirándome a los ojos. No he olvidado aquella mirada. Y ahora, la entiendo. He venido a este lugar a decirte que, desde hace algunos años, sé que aquel ramo de palabras era en realidad una oración”. ¿Estaré siempre aquí? ¿Estaré ahora aquí? La verdad es que el tiempo ha desaparecido, como un paisaje borrado por la niebla. “Padre, gracias. No te olvides de esperar por mí a las puertas de la eternidad”.
   Me levanté y busqué a Yosés con la mirada. Me esperaba apoyado en el pilar del puente, cabizbajo y pensativo, respetando mi silencio. Caminé hacia él y sentí la necesidad de besar su mano para agradecérselo. Él se abrazó a mí.
   - Era tu padre, ¿verdad? – me dijo buscando mis ojos con los suyos.
   Sólo pude mover la cabeza para decir sí. Miré mi reloj.
   - ¡Vaya! – dije con asombro. – Me fui por el túnel del tiempo más lejos de lo que creía. Debemos apresurarnos, Yosi. Sólo tenemos media hora.
   Le cogí del brazo y echamos a andar. Desde el puente recorrimos el camino en sentido inverso. Cuando al fin llegamos a la plaza, pudimos ver al alcalde y al notario que, fumando un cigarrillo a la puerta del ayuntamiento, nos esperaban. El notario nos vio y nos saludó desde lejos con la mano.
   - Cuando quieran, señores – les dije en un tono oficial, después de que todos nos estrecháramos las manos.
   En el momento de cruzar la puerta del ayuntamiento, su reloj dio una campanada de bienvenida por cada uno de nosotros. El plan estaba funcionando con precisión. Las cuatro en punto y estábamos en la casa municipal. El alcalde nos fue llevando por un laberinto de escaleras y pasillos, hasta que llegamos a su despacho, en la primera planta del edificio. Abrió la puerta y nos invitó a entrar. Un gran ventanal detrás de la mesa del despacho se abría a la plaza, como la pantalla de un cinema. Un balcón de piedra se descolgaba de los muros, con un mástil en el que se dejaba zarandear por el viento una bandera descolorida. A un lado de la habitación había una mesa de reuniones, rodeada por ocho o nueve sillas. Hacia ella nos llevó el alcalde y nos invitó a sentarnos. Él fue a su mesa y de su cartera oficial sacó una carpeta. Miré mi reloj: las cuatro y nueve en punto.
   - Esta mañana – nos dijo mientras apartaba una silla al otro lado de la mesa, sentándose frente a nosotros – el señor notario y un servidor redactaron este documento, en referencia al acuerdo al que llegamos la semana pasada. Siguiendo sus instrucciones, hemos incluido los puntos que ustedes señalaron como imprescindibles para su rúbrica. Les ruego que lo lean detenidamente y, si están de acuerdo con las cláusulas de este contrato, que lo firmen ustedes dos.
   Nos ofreció una copia del acuerdo a cada uno. En silencio, mirándonos de lado, cogimos los ejemplares del contrato, cada uno el suyo, y empezamos a leer. Cada cláusula que leíamos, nos mirábamos a hurtadillas. Curiosamente, era un documento de nueve puntos y una conclusión. Por mi parte, una vez leído todo el documento, no tuve ninguna objeción que hacer. Miré a Yosés y me confirmó con la cabeza que, por su parte, todo era correcto también. El notario nos ofreció una estilográfica. La tomé en mi mano y se la ofrecí a Yosés.
   - Tú eres el mayor – le dije con respeto. – Firma, pues, el primero.
   Yosés tomó la pluma y tomó aliento. El alcalde le señaló el lugar donde debía firmar y Yosés escribió su nombre. Después, sin decir nada, me dio la pluma. El alcalde me señaló un lugar junto al nombre de Yosés e hice lo mismo que él, firmando con mi nombre. Esta ceremonia se repitió en las cuatro copias del documento. No recordaba cuándo había firmado un documento por última vez. Quizás cuando compramos la tierra.
   - Señores – dijo el alcalde poniéndose de pie. – Hoy es un gran día para este pueblo, que estará siempre agradecido con ustedes.
   - No se le ocurra poner nuestro nombre a una calle – dijo Yosés bromeando. – Ni siquiera se le ocurra ponérselo al parque. No olvide nunca la cláusula tercera, que hace mención a este punto. El parque se llamará Parque de la Madre Tierra, y este nombre no debe cambiarse nunca.
   - No se preocupen – respondió amablemente el alcalde. – Tienen ustedes mi palabra de honor, además de este documento notarial. Siempre se respetarán todas sus condiciones.
   Nos levantamos y el notario se unió a nosotros. Nos estrechamos de nuevo las manos y, casi sin darnos cuenta, en ese pequeño barullo, nos encontramos Yosés y yo entrelazando nuestras manos, en un nudo más que fraterno; nuestras manos parecían una única mano. De sus ojos resbalaban un par de lágrimas. Le abracé por el cuello y le besé en la mejilla.
   - Vamos, viejo – le dije ocultando mis lágrimas. – Ahora no te pongas sentimental.
   Me cogió del brazo y nos encaminamos hacia la puerta del despacho.
   - Les acompaño – nos dijo el alcalde cortésmente.
   - Yo también me voy ya – dijo el notario, recogiendo las copias del contrato. – Les haré llegar una copia del documento a cada uno de ustedes en cuanto lo tenga registrado.
   El alcalde nos guió por el laberinto de pasillos y despachos de la primera planta, hasta que llegamos a la escalera.
   - Si me permiten – dijo disculpándose – yo me quedo aquí. Aún tengo un montón de gestiones que atender. Desde aquí es muy fácil el camino de salida. Sólo tienen que bajar hasta el vestíbulo; podrán ver la puerta principal justo enfrente de la escalera.
   - Adiós, señor alcalde – dijo Yosés a modo de despedida. – No olvide…
   - No se preocupe, hombre – le interrumpió el alcalde. – Tienen ustedes mi palabra.
   Se despidió con otro apretón de manos y regresó hacia su despacho. Bajamos los escalones en silencio, con el notario abriéndonos el camino. Salimos a la calle y él se disculpó también con sus quehaceres. Nosotros dos nos quedamos parados a la puerta del ayuntamiento, como dos estatuas ausentes, mirando hacia la plaza, pero con los ojos posados mucho más lejos. El reloj del ayuntamiento dio cinco martillazos en nuestros corazones. Ya eran las cinco. Todo iba saliendo como estaba previsto.
   - Yosi – le dije después de la última campanada. – Me siento muy feliz. Sólo tú y yo sabemos lo que significan de verdad esas sencillas hojas de papel que hemos firmado.
   - Ángel – me respondió. – Esas sencillas hojas de papel, como tú bien dices, son nuestro testamento. A no ser que tengas por ahí algo oculto que no me hayas contado y que puedas dejar a tus hijos en herencia.
   - Los únicos bienes que me quedan – pude decir en voz baja – son el corazón, el alma y la casa. El corazón ya sabes de quién es, y nunca cambiará de dueña; el alma es un préstamo del que bien pronto tendré que presentar cuentas a su dueño; y la casa ya está casi a punto de ser habitada por sus nuevos inquilinos, los gusanos. Y de la otra casa, la que heredé de mis padres, ya se ocuparán mis hijos.
   Yosés me miraba pensativo. Sonrió y me cogió del brazo.
   - Vamos, hermano – dijo levantando su bastón hacia el cielo. – Hoy el sol se pone a las siete y veintinueve. Aún nos queda algo por hacer y no quiero perderme por nada del mundo la puesta de sol desde el alto de La Guía. Pero antes, hay otra luz azul que nos espera.
   La Guía es más que una montaña, aunque no es demasiado alta. Se alza como una pirámide solitaria muy cerca del pueblo, en su parte norte, protegiéndolo de los vientos helados y de las nieves de enero. En ese mes, su cumbre está cubierta de blanco. Pero ahora es cuando está más hermosa la montaña. El principio del otoño pinta tantos colores en sus árboles y arbustos que es difícil no quedarse extasiado en su vientre, tumbado en alguna de sus praderas, rodeado de ovejas y cabras que saborean alegremente su hierba fresca. Yosés y yo hemos hecho esto tantas veces…
   - Sí, Yosi – le respondí saliendo de mi ensueño. – Te puedo decir que sólo deseo beber una vez más esa luz de azul líquido.
   Esa era nuestra próxima pausa: la Fuente de la Soledad, que se encuentra a los pies de La Guía. Sus aguas de intenso azul mineral, que vienen desde los manantiales de la sierra lejana, manan entre dos piedras tan antiguas como la montaña, en medio de un bosquecillo, después de recorrer escondidas en sus túneles subterráneos la distancia. Esas mágicas aguas nos han curado más de un dolor.
   Desde la plaza nos dirigimos, caminando despacio, hacia La Guía. Está en el lado opuesto al cementerio, por lo que subimos la pequeña pendiente que tienen las calles de la parte nueva del pueblo, en dirección a la montaña.
   - Cualquiera diría – me dijo Yosés a los pocos minutos de emprender nuestro camino – que con nuestro plan decidiste acabar conmigo tal día como hoy.
   - ¡Pero cómo dices eso! – le respondí asombrado por sus palabras. - ¿Acaso has olvidado que el plan lo hicimos juntos?
   - ¡No! – siguió con su tono enfadado. – No lo he olvidado. Pero recuerdo muy bien quién tuvo la idea de la fuente.
   - Ja, ja, ja – reí con todas mis ganas. - ¿Cómo puedes ser tan tonto? ¡Si fuiste tú el que tuvo esta idea!
   - Ah, ¿sí? – dijo con gesto incrédulo. - ¿De verdad fui yo?
   - ¡Sí!, viejo – le dije con media sonrisa. - ¡Estás hecho todo un elefante!
   - Ja, ja, ja – rió también Yosés.
   Pasamos de largo las últimas casas del pueblo y me alegré, pues con la broma había conseguido llevar a Yosés hasta allí, casi sin que se diera cuenta de nada. El resto del camino, ya en las afueras del pueblo, era suave y no tenía apenas dificultad para un par de viejos elefantes. Esa parte del campo es comunal y, aunque no tiene más de tres hectáreas, es uno de los tesoros del pueblo. Nogales centenarios de cuerpos atléticos se mezclan con alcornoques y castaños. Llegando a la ladera de La Guía, un pequeño bosque de encinas protege en su interior la boca de la fuente.
   En el último año había ido hasta allí tan sólo una vez. Fue durante la primavera; creo que en el mes de abril. Fui solo porque Yosés se negó a acompañarme. Por esta razón, porque sé el esfuerzo que es para él venir hasta aquí, le agradecí de manera muy especial que quisiera incluir esta etapa en nuestro plan. Un plan que, en realidad, no deja de ser el plano de nuestra vida.
   Con estos pensamientos en la cabeza llegamos hasta el bosque de encinas y nos adentramos en su interior. Cuando había escuela en el pueblo este era el lugar preferido por los chicos y chicas cuando hacíamos novillos. Aquí fumamos nuestros primeros cigarrillos. Aquí soñamos por primera vez con el amor: el milagro del primer beso y de la primera caricia. En muchos de los troncos de estas viejas encinas, las manos enamoradas habían grabado dos iniciales y dos corazones entrelazados y atravesados por una flecha. Todo el pueblo conoce este bosque como el Bosque de los Enamorados.
   - Yosi – le dije mientras caminábamos por el bosque. - ¿De verdad que no tienes hambre? No hemos comido nada en todo el día.
   - Yo no tengo hambre – me respondió parándose en el camino que sorteaba las encinas. – El único apetito que hace crujir mis tripas es el hambre de la eternidad.
   De nuevo Yosés parecía hablar a través de mi alma.
   - Entonces, continuemos – dije mientras le señalaba el camino.
   Cuando nos acercábamos al centro del bosque, pudimos oír el murmullo del agua de la fuente. Me detuve justo cuando llegamos al claro que se abría entre las encinas.
   - ¿Recuerdas lo que nos contaba mi abuelo de la fuente? – le dije a Yosés, que se había quedado quieto a mi lado, apoyado sobre mi hombro, mirando con la vista perdida hacia el claro del bosque.
   - Es curioso – me respondió él. – Estaba pensando en tu abuelo. Aquella historia que contaba ¿crees que era un cuento para niños?
   - No – le dije moviendo la cabeza. – No tengo ninguna duda de que mi abuelo no se inventaba una leyenda. Y claro que nos lo contaba como un cuento, pues a fin de cuentas en aquel tiempo éramos unos niños. No lo habríamos entendido si nos lo hubiera contado como una historia real. Nos habría entrado tal miedo que nunca más habríamos regresado a este lugar.
   El abuelo, que no era un hombre de rituales, tenía sin embargo uno: reunir a toda la familia y a sus amigos todos los años el día de San Juan. Él se llamaba Juan y esta era su manera de celebrarlo. Comíamos en el campo, a la orilla del río. La tarde la pasábamos hablando sentados en la hierba, jugando y bañándonos en el río. El abuelo se ocupaba de la comida. Desde primeras horas de la mañana, él y mi padre iban a pescar a una poza del río, que está a unos diez kilómetros del pueblo, río arriba. Pescaban truchas con las manos que, como decía el abuelo, ‘es la única manera de que una trucha tenga sabor a trucha’. En esa poza tenían asegurada la cantidad necesaria de peces para la familia y los amigos. Se podían ver las truchas nadando a placer, allí arriba. Llegábamos al campo a última hora de la mañana. Mientras las mujeres extendían un gran mantel sobre la hierba, los niños colocábamos los platos y los cubiertos. Por su lado, los hombres montaban una barbacoa con piedras y leña. El abuelo preparaba una piedra de pizarra, que guardaba de un año para otro. La untaba por un lado con manteca y la colocaba sobre las piedras de la barbacoa, en las llamas del fuego. Previamente, mi padre y él habían abierto las truchas y limpiado sus tripas; ponían dentro una loncha de jamón de corzo, que traía todos los años un amigo de la sierra. Cuando la manteca estaba caliente y burbujeaba, el abuelo colocaba las truchas abiertas sobre la pizarra, bocabajo con la loncha de jamón pegada a la piedra candente. Un rato después, les daba la vuelta. Así las asaba durante unos breves momentos. Cuando ya estaban bien asadas, las iban llevando por tandas a la mesa, donde todos, que ya conocíamos la especialidad del abuelo, nos lanzábamos a por ellas, como lobos hambrientos. Lo recuerdo muy bien porque era el único día del año que nos daban un vaso de vino a los niños. Cuando caía la noche, regresábamos a casa del abuelo. Mientras las mujeres preparaban la cena, mi abuelo, mi padre y mis tíos hacían una hoguera en el jardín con leña que habían recogido en este bosque de encinas. Lo hacían y, al mismo tiempo, cantaban todos ellos una canción que hablaba de los primeros hombres y del descubrimiento del fuego. Aquí empezaba el ritual del abuelo. Era él quien había elegido esa canción, siempre la misma canción, y era él quien distribuía los leños de encina en la hoguera. Todos los hombres se tomaban esto muy en serio, pues sabían que para el abuelo era algo más que un juego. Cuando la hoguera tenía una altura aceptable, el abuelo nos ponía a todos en corro alrededor del fuego, bailando como sombras iluminadas por su luz cósmica. No sé cuánto tiempo bailábamos, pero recuerdo que al final terminábamos todos extenuados, tirados en la hierba y riendo. La hoguera se había convertido ya en un caldo de brasas, como un recuerdo brillante de lo que fue en vida. En ese momento, a la luz de las brasas, año tras año contaba el abuelo una historia que sólo él conocía. Tenía por protagonista a su padre, mi bisabuelo, que también se llamaba Juan. Ambos nacieron el mismo día de San Juan, con la diferencia de los años. Según nos decía, su padre le había contado en su lecho de muerte que el mismo día que cumplió los dieciocho años sintió una necesidad inevitable de venir solo a la fuente. Llegó a las siete de la tarde y bebió de su agua de azul puro. De repente, del pequeño estanque al que caía el agua desde el manantial, surgió una mujer de una belleza angelical. Según el abuelo contaba, esa mujer le dijo a mi bisabuelo que se llamaba Náyade y que quería darle un regalo muy especial por su cumpleaños. Mi bisabuelo escuchó de los labios de aquella mujer todo lo que le iba a ocurrir en su vida: cómo se iba a ganar el pan, con quién se iba a casar y cuándo, cuántos hijos tendría, tanto niñas como niños, cuándo se iba a quedar viudo y algunas cosas más. Pero la más importante de todas las cosas que predijo aquella mujer a mi bisabuelo fue la de la fecha de su muerte. El abuelo, en ese momento de la historia, siempre guardaba un breve silencio. Tomaba aliento y cerraba los ojos, para decirnos que la fecha que reveló la mujer de la fuente era exactamente el día en que su padre agonizaba y le contaba esta historia. Aquel día triste, antes de que el sol huyera de los cielos, mi bisabuelo había muerto.
   - Acerquémonos a la fuente, amigo – le dije a Yosés intentando poner orden en mis recuerdos. – Tengo sed.
   - Sí – me respondió. – Yo también tengo sed.
   Caminamos sobre la hierba del claro. No había nadie. Sólo un rebaño de ovejas pastaba a un lado y su perro nos ladraba, siguiéndonos con la mirada. Llegamos a la fuente en un instante, pues el claro era un poco más grande que la plaza. Yosés bebió cogiendo agua en una mano, mientras con la otra sujetaba su bastón apoyado en el suelo, para no resbalar. Sació su sed y se sentó a un lado a descansar. Yo me acerqué a la boca del manantial, después de quitarme los zapatos y los calcetines, subir hasta media pierna los pantalones y remangarme la chaqueta y la camisa hasta el codo. Me lavé las manos con su agua azul; me mojé la cara y el cuello, los brazos y los pies y, finalmente, bebí su oro azul.
   De repente, en el remolino que hacía el agua del manantial al caer en el estanque de la fuente, una cara de mujer iba tomando forma ante mis ojos desconcertados. Se fue levantando muy despacio, sacando la cabeza del agua. Era una mujer muy hermosa. Sus cabellos eran como cataratas onduladas y brillantes. Su boca era un horizonte en un atardecer azul. Sus párpados también estaban cerrados. Una túnica de agua cubría su cuerpo. La reconocí enseguida: era Náyade, la mujer de la que hablaba el abuelo en su historia, toda ella del color azul transparente del agua, como una estatua de cristal. Sus manos, unidas sobre su vientre, sujetaban una esfera de agua cristalizada. Cuando estaba completamente fuera del estanque, como si estuviera suspendida sobre el agua, abrió los ojos, me miró y me sonrió.
   - Oh, corazón errante – escuché que me decía el viento. – Tu súplica ha sido escuchada. Cierra tus ojos esta noche y mañana serás una estrella.
   No tuve oportunidad de hablar. Con su última palabra se desvaneció como agua en el agua, regresando al estanque. Busqué a Yosés con mis ojos; estaba sentado en la hierba, de espaldas a la fuente.
   - Yosi – le hablé. – Si queremos estar en el cerro para la puesta de sol, deberíamos ponernos ya en camino.
   - Tienes razón, Ángel – me respondió levantándose. – Vamos allá.
   Por suerte, Yosés no había sido testigo de mi locura. Cogido de mi brazo, me miró a los ojos.
   - ¿Qué ocurre, viejo? – me dijo. – Parece como si hubieras visto el espíritu de un fantasma. Estás pálido.
   - Me encuentro lo suficientemente bien como para echarte una carrera desde aquí hasta lo alto del cerro – le respondí, con el ánimo de llevar la conversación hacia otros pensamientos.
   - ¡Sí, hombre! – dijo él. – Estamos nosotros como para echar una carrera por el monte.
   - Pues claro que sí – le dije siguiendo la broma. – Imagínate a dos elefantes viejos a la carrera por el monte. No sé si tú y yo sabríamos muy bien qué hacer con las trompas y las orejas.
   - Ja, ja, ja – reímos ambos.
   Por suerte había podido despistar la atención de Yosés. Conozco la sed de su mente; nunca le gustó dejar una conversación en el aire.
   - Camarada – me dijo con una sonrisa radiante. – Subamos este monte, pero con inteligencia. Nada de carreras locas. Continuemos con nuestro paseo.
   La fuente estaba en la ladera de la montaña. De allí mismo salía un camino que, serpenteando por el cuerpo de La Guía, llegaba hasta su cima. Seguimos el camino, protegido por castaños y alcornoques y alfombrado de tréboles. Un ejército de helechos vivía entre los árboles, como si fueran los protectores de la montaña. Tardamos unos treinta minutos en llegar a la cima. No nos dijimos ni una palabra en todo el camino. Desde el alto de La Guía se veía con claridad nuestro paraíso. Toda nuestra vida se ha desarrollado en este valle y en este pueblo. Nos quedamos un buen rato flotando en ese silencio, mirando esa visión que se llenaba de infinitos recuerdos. En el horizonte, apenas ya elevado sobre su frontera, un corazón de fuego era devorado lentamente por la boca de la nada, y su luz agonizaba cubriendo de sombras el valle. Al otro lado de la frontera de los árboles podía verse el pueblo: el campanario de la iglesia, la torre del reloj del ayuntamiento, el río negro de la carretera que nos acercaba a otros mundos…
   - Sentémonos aquí mismo, viejo – me dijo Yosés poniendo su mano en mi hombro. – Empieza el espectáculo.
   Nos sentamos en la tierra. El sol comenzaba a desaparecer en su viaje nocturno. ¡Qué alegoría de la vida! El valle se iba ocultando entre sombras confabuladas con la noche. El cielo y sus escasas nubes se teñían de rojos y violetas. Algunas estrellas encendían puntos de luz en el pálido firmamento. Es un breve momento para nuestros ojos, pero es la eternidad la que se está desvelando en cada amanecer y en cada ocaso. El sol, por fin, se entregó y desapareció, dejando el velo de la noche sobre todos los seres del valle. Del otro lado de La Guía llegaba el resplandor de la luna, que aún permanecía oculta tras el horizonte. Parece que fue ayer cuando, en este mismo lugar, le pedí a Alma que se casara conmigo. Nunca he olvidado sus labios: cada uno de sus besos y cada una de sus palabras eran medicinas para mi alma.
   - Aquí fue donde te decidiste a pedirle a Alma que fuera tu esposa, ¿no es así? – me adivinó Yosés.
   - Sí – le respondí. – No he olvidado que fue una sugerencia tuya hacerlo en este lugar.
   - Y no me equivoqué – dijo dándome una palmada en la espalda. – Aún recuerdo la cara de bobo con la que bajaste de la montaña.
   Reí con todas mis ganas. Me hacían muy feliz esos recuerdos. Nos pusimos de pie como pudimos.
   - En fin, amigo mío – me dijo Yosés, cogiéndose una vez más de mi brazo. – Ha llegado la hora de dar las buenas noches a nuestras queridas esposas. Se termina el día y llega la hora de poner el punto final a nuestro plan.
   Desde la lejanía del pueblo llegaban hasta la montaña las ocho voces del reloj del ayuntamiento. Emprendimos la marcha. Descendimos por el camino hasta la fuente y atravesamos el claro y el bosque de encinas. Recorrimos la última parte del camino que nos separaba del pueblo. No podía quitarme de la cabeza a la mujer de la fuente. Caminábamos despacio y en silencio. Los silencios junto a Yosés eran de oro puro. Cruzamos la plaza como dos sombras invisibles. Rodeamos los muros de la iglesia y, al fin, llegamos al Paseo de los Tristes. El cielo era ya un mar negro lleno de olas brillantes. Por encima de la cumbre de La Guía, la luna dejaba ver su ojo solitario, en medio de la frente ciclópea de la noche. Llegamos a la puerta del camposanto.
   - Feliz cumpleaños, viejo – me dijo Yosés abrazándome. – Ha sido un día misericordioso. Dale un abrazo muy grande a la Zurda de mi parte.
   - Gracias, amigo – respondí con el corazón entre la alegría y la tristeza, mientras me abrazaba con fuerza a sus viejos huesos. – Y tú no olvides decirle a Magda que la echo mucho de menos.
   Yosés me sonreía y yo hice lo que pude por ofrecerle mi mejor sonrisa. El reloj del ayuntamiento advirtió de que tan sólo un cuarto faltaba para las nueve, cuando abrimos la puerta del cementerio. Nos separamos y nos miramos una última vez. La noche cubría de sombras el hogar de las sombras, y las tumbas parecían pequeños huertos que la muerte cultivaba con esmero. Cada uno de nosotros se dirigió hacia la tumba de su esposa. Al fin, después de este largo y maravilloso día, me encontraba de nuevo a solas con mi Alma. Cogí una de las rosas amarillas que esta misma mañana había colocado sobre su retrato y la enredé en su pelo, como hacíamos siempre cuando íbamos a bailar al salón del hotel Central, durante los carnavales.
   - Querida mía – dije acariciando el rostro del retrato. - ¿Crees que podrás aguantarme otra vida?
   Me tumbé sobre su lecho de hierba e intenté dormir junto a ella el sueño eterno.
   Me permití, en un gesto inocente, redactar mi propio epitafio, que dejé escrito y guardado en un sobre a mi lado, sobre la hierba:
   “Aquí yace, por fin vivo, un ser que estaba cautivo”.
   En el sobre había escrito: “Para el Juez de todos los jueces”.
   Antes de dormirme pensé en Yosés. Espero que no sea él quien me encuentre aquí dormido. Y le ruego a ese mismo Juez que no permita que se enfade conmigo por este punto final del plan, que no fui capaz de compartir con él.
   Oí el reloj del ayuntamiento: repetía nueve veces mi nombre.
   Cerré los ojos para ser mañana una estrella.


   (Ahora que puedo ver lo desconocido, reconozco que no pensé ni por un momento que también él había incluido para sí un nudo al final de la cuerda. Sus palabras misteriosas a lo largo del día se abrieron como las flores y pude ver su contenido. No dejó de darme señales, y yo no quise verlas. Creo que supo desde el primer momento cuál era mi punto final del plan y que lo aceptó, como si lo hubiéramos escrito con tinta invisible y firmado con nuestra sangre.
   Ahora regreso a la paz, que hace tanto tiempo que abandoné. Ya no necesito el bastón. Llevo en mi mano el ramo de rosas amarillas. Alma me espera y me muero por un beso de sus labios).

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