L o s a g u j e r o s
d e l a m e m o r i a
En un rincón de la historia, cercano al olvido, permanece encerrado en
su calabozo un tiempo que no transcurrió. No fue pasado ni será futuro y,
aunque yo lo traiga al presente, no es. Pues todo es efímero, como la mariposa;
y relativo, como el cauce por el que corre el agua del río.
Ese tiempo no transcurrido marcó la vida de Dora Noel. Para ella, perder
la conciencia tenía más de un significado. Cuando la conocí acababa de terminar
sus estudios en la universidad. Lo sé porque hablaba de ello con alguien por su
móvil. Por aquel entonces trabajaba yo en una vieja librería de la calle
Santiago que ya no existe. Ella venía no menos de un par de veces al mes desde
hacía un año. Me limitaba a mirarla de reojo, mientras ella consultaba las
novedades y echaba un vistazo a las estanterías de segunda mano, donde se
podían encontrar libros en buen estado por un precio muy asequible. Sus
elecciones eran muy variadas: leía poesía, novela y teatro; pero también
ensayos, especialmente de matemáticas. No hablaba demasiado conmigo, aunque
siempre sonreía, y cuando me dirigía la palabra era sólo para preguntarme por
algún título concreto. Mis respuestas eran igual de escuetas.
Hace unos días entró en la librería y la miré por primera vez, después
de haberla visto muchas veces. Me llamó la atención no sólo por su belleza,
pues era una mujer muy hermosa, sino también por su aspecto. Me di cuenta de
que siempre la veía con la misma ropa. Vestía un pantalón ancho de algodón negro,
que parecía más apropiado para hacer gimnasia oriental que para llevarlo puesto
por la calle; aunque en ella esto resultaba natural. En sus pies, babuchas de
estilo hindú terminadas en punta hacia arriba. Una blusa blanca, bordada con
dibujos de alegres colores, abrigaba su corazón. Busqué en sus manos la lámpara
maravillosa, pues parecía escapada de un cuento. Pasó a mi lado y me sonrió, y
en ese mismo momento yo ya deseaba ser el genio de esa lámpara. Parecía una
sacerdotisa de algún dios extraño. No podía dejar de seguirla con mis ojos,
como si me hubiera hechizado. Paseaba por la librería, mirándolo todo y, de vez
en cuando, se detenía a coger algún libro de las mesas o de las estanterías, y
lo hojeaba despacio, leyendo párrafos aislados. Con un dulce gesto de su mano
echaba hacia atrás su cabello, muy largo y negro como el azabache. En cierto
momento, nuestras miradas se cruzaron por primera vez. No fui capaz de
disimular. Mis ojos se quedaron atrapados por sus dos diamantes negros. Había
en su mirada un brillo inquietante que, sin embargo, reflejaba tranquilidad. La
campanilla de la puerta me liberó de su hechizo, pero algo muy extraño me
sucedió. Una voz lejana y nublada me dio los buenos días, y yo respondí
automáticamente con palabras de humo. Llegué a ver una sombra deambulando entre
los libros, que ahora me parecían de goma; de esa figura nebulosa provenía el
saludo. Me sentí al borde de un precipicio y el vértigo circulaba por todas mis
venas, llevando su náusea a cada sentido de mi cuerpo. Estaba paralizado, en el
más profundo atributo de la parálisis: yo estaba quieto mientras todo se movía.
No puedo explicarlo de otra manera. Quizás fue una décima de segundo, pero fue
infinitamente duradera. Cerré los ojos y los volví a abrir. Como un telón, mis
párpados cerraron y abrieron el escenario. Dora Noel ya no estaba en la
librería. Y la sombra resultó ser un viejo cliente que ya había adquirido el
derecho a leer los libros en la librería sin necesidad de comprarlos. Y ejercitaba
muy a menudo su derecho.
Me
preguntaba porqué se habría ido. ¿Tal vez le molestó mi mirada?
2
Un
reloj se había puesto en marcha en algún lugar del universo. Oía su tictac en
mi corazón y lo sentía palpitar en mis sienes. Me apoyé en la mesa donde se
exponían las novedades, tratando de sobreponerme a la náusea, que iba y venía
del estómago a la garganta. Mis ojos recorrieron el escenario. Como dije, Dora
Noel ya no estaba en la librería: quizás nunca estuvo allí o tal vez había
desaparecido. Sentado en una silla, el cliente habitual hojeaba un libro. La
campanilla de la puerta estaba quieta; ni siquiera un leve bamboleo que pudiera
indicar que alguien acababa de entrar o salir. Mis ojos traspasaron el
escaparate y la vi a ella al otro lado, en la calle, mirándome a través del
cristal. Mi gesto de sorpresa se reflejó en su sonrisa. Empezó a caminar
lentamente, sin apartar su mirada de la mía, hasta que desapareció al final del
escaparate. Abrí la puerta y salí a la calle. Caminé en la dirección que ella
había tomado, sujetándome en las paredes de las casas y en los escaparates de
los comercios.
No
había nadie en la calle; sólo estaba el silencio. La sensación de vértigo y la
náusea no habían desaparecido, y me movía en un mundo que había dejado de
girar. Ahora era diferente: yo me movía mientras todo estaba quieto. Ni
siquiera una leve brisa o una sensación de frío o de calor; nada. No oía ni mis
propios pasos caminando por la acera. Mis ojos estaban nublados y turbios, como
si lo vieran todo a través de un velo. Del silencio surgió una voz, metálica y
vibrante. Era la voz de Dora Noel, pero parecía una campana cantando. Su
canción llegaba a mis oídos como el murmullo de un río. El velo de mis ojos se
levantó, desvaneciéndose como la niebla. Unos metros delante de mí iba ella
dando un paseo; se detuvo delante de un escaparate, me miró y me sonrió.
Aceleré el paso y me acerqué a ella.
- Disculpe, señorita - le dije cuando sus ojos se encontraron de nuevo
con los míos. - Ha olvidado esto en la librería.
Extendí mi mano y en ella había una pequeña lámpara de cobre. Yo mismo
me asombré cuando la vi. ¿De dónde salió? Sinceramente, no lo sé.
- Es usted muy amable - me respondió con una sonrisa. - No sé qué
hubiera hecho si llego a perderla.
La cogió de mi mano y la guardó en su bolso. Sólo pude mirar dentro un
instante, lo justo para ver que su bolso estaba vacío. Me resultó extraño que
llevara un bolso vacío, pero fue más extraño ver desaparecer la lamparilla a
medida que caía dentro del bolso.
3
Dora
Noel aún estaba frente a mí. Al menos, esta vez continuaba en el mismo lugar.
Mi cara debió expresar con claridad mi confusión; mi cuerpo temblaba, y también
mis labios, atragantados con palabras invisibles.
- Venga conmigo - me dijo cogiéndome de la mano.
- ¿A dónde? - pregunté sin poder olvidar lo que había visto, si es que
puede verse el vacío.
- A mi casa. Vivo aquí mismo - respondió señalando con un dedo.
Pensé en la librería. No había cerrado la puerta y dentro quedaba aquel cliente.
Supuse que si era un amigo no se iría hasta que yo regresase.
No
dijo nada más. Me llevó de la mano, una mano cálida que anudaba sus dedos con
los míos. Y yo me dejé llevar por su aureola. Unos metros más adelante cruzó la
calle.
- Es esa casa de ahí. Vivo en el ático - me dijo señalando un solar
vacío, rodeado de una tapia de bloques con una puerta de barrotes de hierro, a
través de la cual se veían escombros de alguna obra reciente.
Solté
mi mano de la suya y me quedé parado en medio de la calle, mirando aquel
espacio vacío. No podía comprender la razón por la que Dora Noel me hablaba de
una casa que yo no veía, en aquel lugar abandonado en medio de la ciudad. No
parecía estar loca. Todo era natural en ella y daba la impresión de estar muy
segura de sí misma.
Me
hacía señas desde la puerta de hierro para que me acercase. Abrió su bolso. Comencé
a caminar hacia ella y vi como sacaba una llave de su bolso vacío; metió la
llave en la cerradura y abrió la puerta. Antes de entrar, me miró y sonrió. Miré
a los lados y entré detrás de ella.
Pero Dora Noel ya no estaba allí. Sólo escombros, amontonados de
cualquier manera, esperaban como esculturas olvidadas en el tiempo perdido. Y
mientras, yo desesperaba.
- Vamos, suba conmigo - escuché la voz de Dora Noel.
El sonido de su voz fue entonces como un objeto que se puede tocar con
las manos de los oídos. No oía su voz; yo era un reflejo y estaba escuchando la
voz del espejo. La busqué con la mirada, y la mirada nada encontró. Mis pies se
movían a ciegas, tratando de encontrar la puerta invisible por la que ella
había desaparecido.
- Dese la vuelta y dé un paso adelante - escuché de nuevo su voz. -
Luego, gire a su izquierda y entre. Ahí estoy esperándole.
Con la mirada en el suelo, giré mis pies ciento ochenta grados; di un
paso y giré noventa grados a la izquierda; di dos pasos más y, delante de mí,
apareció Dora Noel.
4
No sonrió esta vez. Ahora rió con ganas, y comprendí porqué sólo los
seres humanos sabemos reír.
- Subamos. No hay ascensor - dijo aleteando con sus manos como un
pájaro.
Estábamos en un portal de estilo modernista. En los muros laterales, adornando
el vestíbulo, había una serie de espejos con marcos de formas diferentes, en
cuyas superficies era visible la huella del tiempo. Sin embargo, el suelo de
baldosas hidráulicas parecía recién instalado. Al fondo, una escalera de madera
con la balaustrada de hierro forjado ascendía como un muelle hasta perderse de
vista. Dora Noel saltaba ya por los primeros escalones. Su risa ascendía por el
hueco de la escalera mezclándose con el eco liviano de sus pasos que, haciendo
música de la nada, acariciaban los peldaños de madera protegidos por una descolorida
alfombra de lana.
Empecé a subir. Mis piernas me contradecían, y parecía que mis pies
querían echar a correr de allí. Pero seguí subiendo. Un piso, con una puerta a
cada lado del descanso de la escalera; puertas grandes de madera tallada, con
arabescos y adornos mitológicos. Otro piso, con las mismas puertas que el anterior,
pero éstas decoradas con adornos astrológicos.
Al final del laberinto de la escalera se hallaba su ático. A diferencia
de los otros dos pisos, sólo había una puerta; en la madera de su dintel se
veía grabada una inscripción:
“Menos por más igual a menos; pero más por menos igual a más”.
Estaba
escrita en signos matemáticos y no entendí lo que quería decir. Si no me
fallaba la memoria, matemáticamente esta fórmula era incorrecta. Leí la
inscripción una vez más: “(- x + = -), pero (+ x - = +)”. Sí, estaba claro. Se
trataba más de un manifiesto que de una mera referencia matemática. Parecía una
curiosa ley deductiva cuya lógica tratase de definir y evaluar la generosidad. Estaba
casi seguro de que era eso lo que significaba. Para ella, las matemáticas eran
un lenguaje, y sus signos podían construir palabras y frases; es decir, podían
hablar. No era difícil suponer esto, conociendo como conocía los libros por los
que mostraba más interés.
La puerta estaba abierta y entré. Un vestíbulo muy amplio, de techo alto
decorado con escayolas, daba entrada a la casa. El suelo era de madera,
barnizada en color oscuro. Pero allí no había muebles. Ni había lámparas
colgando de su techo o apliques en sus paredes. Nada. No había nada; ni
siquiera polvo.
Escuché la risa de Dora Noel y me dejé llevar por ella. Crucé un enorme
salón, con columnas y paredes forradas de madera. Un enorme ventanal llenaba de
luz toda la estancia. Tampoco había muebles, ni cortinas en su ventana. La risa
de Dora Noel me llevó por una puerta lateral a otra habitación más pequeña, sin
un uso claro, pues también estaba vacía. En una pared lateral, una puerta se
abría a la cocina, de la que sólo se veían las tuberías de agua y los desagües.
A su lado, otra puerta dejaba ver lo que algún día debió ser un baño; ahora
sólo quedaban los azulejos de las paredes y los restos de las cañerías. En el
otro lateral, dos puertas gemelas a las anteriores daban paso a dos
habitaciones. En la primera, una vez más, no había nada. Sólo las marcas en el suelo
de madera de lo que debieron ser las patas de una cama. Pero era de la segunda
puerta de donde venía la risa de Dora Noel.
5
Entré en la habitación. La risa de Dora Noel rebotaba por las paredes,
pero ella no estaba allí. O al menos yo no la veía. Quizás me cegó el decorado
de la habitación, después de haber atravesado toda la casa vacía.
Una
cama, hecha y cubierta con un hermoso edredón de vivos colores, estaba en una
esquina de la habitación. A los pies de la cama, ocupando gran parte del suelo
de la habitación, se extendía una alfombra de diseño geométrico. Una larga
estantería mezclaba fotos familiares y algún peluche con un montón de libros
colocados en un cierto orden desordenado. Una claraboya dejaba entrar la luz,
una luz blanca e intensa que penetraba hasta el último rincón de la habitación.
Bajo la ventana, una mesa de estudiante, con cuadernos y algunos libros apilados
en una esquina; a un lado, un ordenador portátil abierto repetía su
salvapantallas. Un pequeño armario de madera y una silla eran el resto del
mobiliario. Enfrente de la cama, junto a la puerta, un cartel de gran tamaño
cubría parte de la pared: era una reproducción de “Entre los agujeros de la
memoria”, de Dominique Appia. Conocía bien ese cuadro, y aún recuerdo una conversación
surrealista con un buen amigo, hace ya tiempo, mirando ambos el cuadro: “La
ropa te hace invisible, oculta tu verdad”. “El sol es un globo, y si quieres
puedes subir en él”. “La torre de Pisa no está inclinada, sólo es cuestión de
cómo se mire”. “La razón vive en su jaula, al fondo de la habitación”. “Delante
del espejo, los espectadores; al otro lado, la obra de la vida”. “El lugar del
fuego es delante de la chimenea, libre hasta consumir el conocimiento”. “La
costa de la memoria se sumerge en el mar del olvido”. “Y en el horizonte navega
el barco del holandés errante”.
Levanté
la cabeza y miré por la ventana, pero la luz era tan intensa que no me dejaba
ver nada en el exterior. Me di la vuelta al escuchar la voz de Dora Noel detrás
de mí.
- ‘La costa de la memoria se sumerge en el mar del olvido’ - dijo
leyendo mi pensamiento. Estaba sentada a los pies de la cama; en sus manos, un
pequeño oso de peluche dormía su falsa hibernación.
- ¿Lee usted mi pensamiento? - pregunté un tanto incrédulo.
- Sí - respondió sonriendo. - ‘Y en el horizonte navega el barco del
holandés errante’.
Me senté a su lado en la cama. Estaba perplejo. ¿Cómo podía leer mis
pensamientos?
- Es muy sencillo - respondió ella como si me hubiera escuchado. - Usted
piensa con mucha claridad. Además, aunque no lo crea, yo también he tenido
imágenes semejantes a las suyas mirando ese cuadro.
Miré hacia ella. Dora Noel ya no estaba allí. De nuevo había
desaparecido. En la cama dejó el oso de peluche, con sus cuatro patas hacia
arriba, buscando aún el abrazo de su dueña.
6
Me
puse de pie y caminé hacia la pared que ocupaba el cartel de Appia. La pared se
acercaba a mí, pero el cuadro parecía estar siempre a la misma distancia. Mis
ojos podían ver en la habitación de Dora Noel el interior de esa mágica habitación
pintada. Tuve la extraña sensación de estar dentro del cuadro, si puede decirse
así. Sentí el calor del fuego y el frío de los icebergs; escuché el murmullo de
las olas avanzando y oí la sirena de un barco en la lejanía; vi a lo lejos el
horizonte, uniendo el cielo de la memoria y la tierra del olvido e, incluso,
pude enderezar la torre inclinada.
- Los agujeros de la memoria - me dijo al oído Dora Noel.
Pero
Dora Noel seguía sin estar allí. Miré por todos los lados, y no estaba allí.
- Estoy aquí… - escuché su voz, apagada por la invisibilidad de sus
labios. - …y no estoy aquí. Quiero decir, no debería estar aquí.
- No comprendo - dije mirando al infinito, pues no sabía adónde mirar.
Me senté en la cama, dejando caer mi cuerpo, y una mano me cogió la mano
izquierda. Volví mi rostro a ese lado y Dora Noel me miraba sonriendo, sentada
a mi lado.
- Hace muchos años - comenzó a hablar con los ojos cerrados - en este
mismo lugar donde nos encontramos ahora y que, sin embargo, ya no existe, me vi
envuelta en un suceso extraordinario. Perdí el conocimiento; así lo llaman los
que no conocen su significado. Es decir, perdí la consciencia y recuperé la
conciencia. Durante un eterno instante vi toda la luz que contiene la luz.
Desplegué unas alas en mis costados y salí volando de la crisálida que me
encerraba. Al fin, me había transformado en mariposa, y me sentía tan ligera,
volando por un cielo blanco que parecía infinito.
Dora Noel se levantó y fue hasta la mesa. Abrió un cajón y sacó un sobre.
- Pero miré atrás, y me invadieron de nuevo el deseo y la duda -
continuó mientras regresaba a mi lado. - Aquel cielo blanco que mis alas
agitaban se convirtió en una noche sin luna ni estrellas. Me perdí en el vacío antes
de llegar a la salida, y mis alas no encontraban aire sobre el que apoyarse. Iba
a la deriva. Había iniciado la travesía, pero naufragué en mi propio mar, y
ahora vivo perdida en una isla fuera del tiempo.
Extendió su brazo hacia mí, con el sobre en la mano.
- Esto es todo lo que aprendí - dijo dejando el sobre en mi mano. - Y
como usted también tiene la enfermedad del sueño, sabrá lo que quiero decir. Es
el mensaje de un náufrago, lanzado al mar del tiempo en el interior de una
botella.
Abrí el sobre y, antes de sacar su contenido, miré hacia ella. Pero Dora
Noel ya no estaba allí. Saqué del sobre un papel doblado; lo desplegué y leí su
mensaje:
“Para ti, que estás en un punto del tiempo, pero eres toda la elipse del
tiempo. No dejes que la apariencia te engañe: aparta tus ojos de la sombra de
la realidad y verás el rostro de la verdad. Pues todo es efímero, excepto la
mano que mueve la mano que escribe este mensaje. Vivimos en una memoria llena
de agujeros, por los que a menudo caemos. Ahora, en la crisálida del tiempo, yo
soy la mariposa que sale en busca de la flor, pero también soy la oruga que entra
en busca de la mariposa. Y esta puerta permanece siempre abierta”.
7
De repente, empecé a oír una voz extraña. Veía a mi alrededor fantasmas
moviéndose en una nebulosa. Cerré y abrí los ojos varias veces antes de poder
distinguir la cabeza del cliente, que me estaba dando palmadas en la cara
mientras gritaba mi nombre. Tendido en el suelo, en medio de la librería, no
era capaz de hilar mi pensamiento. Estaba mareado, y sentía náuseas y vértigo.
Mi cuerpo parecía un armario en el que estuviera colgada mi alma. Me invadió
una nostalgia que me alcanzaba desde el futuro. La mariposa recogía sus alas
mientras yo me despertaba para regresar a este sueño.
Sonó la campanilla. Levanté la cabeza y conseguí ver una figura borrosa
sujetando la puerta abierta. Entorné los ojos y pude distinguir a Dora Noel
que, antes de salir de la librería, me decía adiós con su fugaz sonrisa.
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