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_todo es Magia... y la Razón lo niega

Burbujas

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“Cuando un hombre abre una ventana, la casa habla” [Ismael Garnelo García, 3 años]

domingo, 20 de octubre de 2013

Los agujeros de la memoria


L o s   a g u j e r o s
d e   l a   m e m o r i a

   En un rincón de la historia, cercano al olvido, permanece encerrado en su calabozo un tiempo que no transcurrió. No fue pasado ni será futuro y, aunque yo lo traiga al presente, no es. Pues todo es efímero, como la mariposa; y relativo, como el cauce por el que corre el agua del río.
   Ese tiempo no transcurrido marcó la vida de Dora Noel. Para ella, perder la conciencia tenía más de un significado. Cuando la conocí acababa de terminar sus estudios en la universidad. Lo sé porque hablaba de ello con alguien por su móvil. Por aquel entonces trabajaba yo en una vieja librería de la calle Santiago que ya no existe. Ella venía no menos de un par de veces al mes desde hacía un año. Me limitaba a mirarla de reojo, mientras ella consultaba las novedades y echaba un vistazo a las estanterías de segunda mano, donde se podían encontrar libros en buen estado por un precio muy asequible. Sus elecciones eran muy variadas: leía poesía, novela y teatro; pero también ensayos, especialmente de matemáticas. No hablaba demasiado conmigo, aunque siempre sonreía, y cuando me dirigía la palabra era sólo para preguntarme por algún título concreto. Mis respuestas eran igual de escuetas.
   Hace unos días entró en la librería y la miré por primera vez, después de haberla visto muchas veces. Me llamó la atención no sólo por su belleza, pues era una mujer muy hermosa, sino también por su aspecto. Me di cuenta de que siempre la veía con la misma ropa. Vestía un pantalón ancho de algodón negro, que parecía más apropiado para hacer gimnasia oriental que para llevarlo puesto por la calle; aunque en ella esto resultaba natural. En sus pies, babuchas de estilo hindú terminadas en punta hacia arriba. Una blusa blanca, bordada con dibujos de alegres colores, abrigaba su corazón. Busqué en sus manos la lámpara maravillosa, pues parecía escapada de un cuento. Pasó a mi lado y me sonrió, y en ese mismo momento yo ya deseaba ser el genio de esa lámpara. Parecía una sacerdotisa de algún dios extraño. No podía dejar de seguirla con mis ojos, como si me hubiera hechizado. Paseaba por la librería, mirándolo todo y, de vez en cuando, se detenía a coger algún libro de las mesas o de las estanterías, y lo hojeaba despacio, leyendo párrafos aislados. Con un dulce gesto de su mano echaba hacia atrás su cabello, muy largo y negro como el azabache. En cierto momento, nuestras miradas se cruzaron por primera vez. No fui capaz de disimular. Mis ojos se quedaron atrapados por sus dos diamantes negros. Había en su mirada un brillo inquietante que, sin embargo, reflejaba tranquilidad. La campanilla de la puerta me liberó de su hechizo, pero algo muy extraño me sucedió. Una voz lejana y nublada me dio los buenos días, y yo respondí automáticamente con palabras de humo. Llegué a ver una sombra deambulando entre los libros, que ahora me parecían de goma; de esa figura nebulosa provenía el saludo. Me sentí al borde de un precipicio y el vértigo circulaba por todas mis venas, llevando su náusea a cada sentido de mi cuerpo. Estaba paralizado, en el más profundo atributo de la parálisis: yo estaba quieto mientras todo se movía. No puedo explicarlo de otra manera. Quizás fue una décima de segundo, pero fue infinitamente duradera. Cerré los ojos y los volví a abrir. Como un telón, mis párpados cerraron y abrieron el escenario. Dora Noel ya no estaba en la librería. Y la sombra resultó ser un viejo cliente que ya había adquirido el derecho a leer los libros en la librería sin necesidad de comprarlos. Y ejercitaba muy a menudo su derecho.
   Me preguntaba porqué se habría ido. ¿Tal vez le molestó mi mirada?

2
   Un reloj se había puesto en marcha en algún lugar del universo. Oía su tictac en mi corazón y lo sentía palpitar en mis sienes. Me apoyé en la mesa donde se exponían las novedades, tratando de sobreponerme a la náusea, que iba y venía del estómago a la garganta. Mis ojos recorrieron el escenario. Como dije, Dora Noel ya no estaba en la librería: quizás nunca estuvo allí o tal vez había desaparecido. Sentado en una silla, el cliente habitual hojeaba un libro. La campanilla de la puerta estaba quieta; ni siquiera un leve bamboleo que pudiera indicar que alguien acababa de entrar o salir. Mis ojos traspasaron el escaparate y la vi a ella al otro lado, en la calle, mirándome a través del cristal. Mi gesto de sorpresa se reflejó en su sonrisa. Empezó a caminar lentamente, sin apartar su mirada de la mía, hasta que desapareció al final del escaparate. Abrí la puerta y salí a la calle. Caminé en la dirección que ella había tomado, sujetándome en las paredes de las casas y en los escaparates de los comercios.
   No había nadie en la calle; sólo estaba el silencio. La sensación de vértigo y la náusea no habían desaparecido, y me movía en un mundo que había dejado de girar. Ahora era diferente: yo me movía mientras todo estaba quieto. Ni siquiera una leve brisa o una sensación de frío o de calor; nada. No oía ni mis propios pasos caminando por la acera. Mis ojos estaban nublados y turbios, como si lo vieran todo a través de un velo. Del silencio surgió una voz, metálica y vibrante. Era la voz de Dora Noel, pero parecía una campana cantando. Su canción llegaba a mis oídos como el murmullo de un río. El velo de mis ojos se levantó, desvaneciéndose como la niebla. Unos metros delante de mí iba ella dando un paseo; se detuvo delante de un escaparate, me miró y me sonrió. Aceleré el paso y me acerqué a ella.
   - Disculpe, señorita - le dije cuando sus ojos se encontraron de nuevo con los míos. - Ha olvidado esto en la librería.
   Extendí mi mano y en ella había una pequeña lámpara de cobre. Yo mismo me asombré cuando la vi. ¿De dónde salió? Sinceramente, no lo sé.
   - Es usted muy amable - me respondió con una sonrisa. - No sé qué hubiera hecho si llego a perderla.
   La cogió de mi mano y la guardó en su bolso. Sólo pude mirar dentro un instante, lo justo para ver que su bolso estaba vacío. Me resultó extraño que llevara un bolso vacío, pero fue más extraño ver desaparecer la lamparilla a medida que caía dentro del bolso.

3
   Dora Noel aún estaba frente a mí. Al menos, esta vez continuaba en el mismo lugar. Mi cara debió expresar con claridad mi confusión; mi cuerpo temblaba, y también mis labios, atragantados con palabras invisibles.
   - Venga conmigo - me dijo cogiéndome de la mano.
   - ¿A dónde? - pregunté sin poder olvidar lo que había visto, si es que puede verse el vacío.
   - A mi casa. Vivo aquí mismo - respondió señalando con un dedo.
   Pensé en la librería. No había cerrado la puerta y dentro quedaba aquel cliente. Supuse que si era un amigo no se iría hasta que yo regresase.
   No dijo nada más. Me llevó de la mano, una mano cálida que anudaba sus dedos con los míos. Y yo me dejé llevar por su aureola. Unos metros más adelante cruzó la calle.
   - Es esa casa de ahí. Vivo en el ático - me dijo señalando un solar vacío, rodeado de una tapia de bloques con una puerta de barrotes de hierro, a través de la cual se veían escombros de alguna obra reciente.
   Solté mi mano de la suya y me quedé parado en medio de la calle, mirando aquel espacio vacío. No podía comprender la razón por la que Dora Noel me hablaba de una casa que yo no veía, en aquel lugar abandonado en medio de la ciudad. No parecía estar loca. Todo era natural en ella y daba la impresión de estar muy segura de sí misma.
   Me hacía señas desde la puerta de hierro para que me acercase. Abrió su bolso. Comencé a caminar hacia ella y vi como sacaba una llave de su bolso vacío; metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Antes de entrar, me miró y sonrió. Miré a los lados y entré detrás de ella.
   Pero Dora Noel ya no estaba allí. Sólo escombros, amontonados de cualquier manera, esperaban como esculturas olvidadas en el tiempo perdido. Y mientras, yo desesperaba.
   - Vamos, suba conmigo - escuché la voz de Dora Noel.
   El sonido de su voz fue entonces como un objeto que se puede tocar con las manos de los oídos. No oía su voz; yo era un reflejo y estaba escuchando la voz del espejo. La busqué con la mirada, y la mirada nada encontró. Mis pies se movían a ciegas, tratando de encontrar la puerta invisible por la que ella había desaparecido.
   - Dese la vuelta y dé un paso adelante - escuché de nuevo su voz. - Luego, gire a su izquierda y entre. Ahí estoy esperándole.
   Con la mirada en el suelo, giré mis pies ciento ochenta grados; di un paso y giré noventa grados a la izquierda; di dos pasos más y, delante de mí, apareció Dora Noel.

4
   No sonrió esta vez. Ahora rió con ganas, y comprendí porqué sólo los seres humanos sabemos reír.
   - Subamos. No hay ascensor - dijo aleteando con sus manos como un pájaro.
   Estábamos en un portal de estilo modernista. En los muros laterales, adornando el vestíbulo, había una serie de espejos con marcos de formas diferentes, en cuyas superficies era visible la huella del tiempo. Sin embargo, el suelo de baldosas hidráulicas parecía recién instalado. Al fondo, una escalera de madera con la balaustrada de hierro forjado ascendía como un muelle hasta perderse de vista. Dora Noel saltaba ya por los primeros escalones. Su risa ascendía por el hueco de la escalera mezclándose con el eco liviano de sus pasos que, haciendo música de la nada, acariciaban los peldaños de madera protegidos por una descolorida alfombra de lana.
   Empecé a subir. Mis piernas me contradecían, y parecía que mis pies querían echar a correr de allí. Pero seguí subiendo. Un piso, con una puerta a cada lado del descanso de la escalera; puertas grandes de madera tallada, con arabescos y adornos mitológicos. Otro piso, con las mismas puertas que el anterior, pero éstas decoradas con adornos astrológicos.
   Al final del laberinto de la escalera se hallaba su ático. A diferencia de los otros dos pisos, sólo había una puerta; en la madera de su dintel se veía grabada una inscripción:
   “Menos por más igual a menos; pero más por menos igual a más”.
   Estaba escrita en signos matemáticos y no entendí lo que quería decir. Si no me fallaba la memoria, matemáticamente esta fórmula era incorrecta. Leí la inscripción una vez más: “(- x + = -), pero (+ x - = +)”. Sí, estaba claro. Se trataba más de un manifiesto que de una mera referencia matemática. Parecía una curiosa ley deductiva cuya lógica tratase de definir y evaluar la generosidad. Estaba casi seguro de que era eso lo que significaba. Para ella, las matemáticas eran un lenguaje, y sus signos podían construir palabras y frases; es decir, podían hablar. No era difícil suponer esto, conociendo como conocía los libros por los que mostraba más interés.
   La puerta estaba abierta y entré. Un vestíbulo muy amplio, de techo alto decorado con escayolas, daba entrada a la casa. El suelo era de madera, barnizada en color oscuro. Pero allí no había muebles. Ni había lámparas colgando de su techo o apliques en sus paredes. Nada. No había nada; ni siquiera polvo.
   Escuché la risa de Dora Noel y me dejé llevar por ella. Crucé un enorme salón, con columnas y paredes forradas de madera. Un enorme ventanal llenaba de luz toda la estancia. Tampoco había muebles, ni cortinas en su ventana. La risa de Dora Noel me llevó por una puerta lateral a otra habitación más pequeña, sin un uso claro, pues también estaba vacía. En una pared lateral, una puerta se abría a la cocina, de la que sólo se veían las tuberías de agua y los desagües. A su lado, otra puerta dejaba ver lo que algún día debió ser un baño; ahora sólo quedaban los azulejos de las paredes y los restos de las cañerías. En el otro lateral, dos puertas gemelas a las anteriores daban paso a dos habitaciones. En la primera, una vez más, no había nada. Sólo las marcas en el suelo de madera de lo que debieron ser las patas de una cama. Pero era de la segunda puerta de donde venía la risa de Dora Noel.

5
   Entré en la habitación. La risa de Dora Noel rebotaba por las paredes, pero ella no estaba allí. O al menos yo no la veía. Quizás me cegó el decorado de la habitación, después de haber atravesado toda la casa vacía.
   Una cama, hecha y cubierta con un hermoso edredón de vivos colores, estaba en una esquina de la habitación. A los pies de la cama, ocupando gran parte del suelo de la habitación, se extendía una alfombra de diseño geométrico. Una larga estantería mezclaba fotos familiares y algún peluche con un montón de libros colocados en un cierto orden desordenado. Una claraboya dejaba entrar la luz, una luz blanca e intensa que penetraba hasta el último rincón de la habitación. Bajo la ventana, una mesa de estudiante, con cuadernos y algunos libros apilados en una esquina; a un lado, un ordenador portátil abierto repetía su salvapantallas. Un pequeño armario de madera y una silla eran el resto del mobiliario. Enfrente de la cama, junto a la puerta, un cartel de gran tamaño cubría parte de la pared: era una reproducción de “Entre los agujeros de la memoria”, de Dominique Appia. Conocía bien ese cuadro, y aún recuerdo una conversación surrealista con un buen amigo, hace ya tiempo, mirando ambos el cuadro: “La ropa te hace invisible, oculta tu verdad”. “El sol es un globo, y si quieres puedes subir en él”. “La torre de Pisa no está inclinada, sólo es cuestión de cómo se mire”. “La razón vive en su jaula, al fondo de la habitación”. “Delante del espejo, los espectadores; al otro lado, la obra de la vida”. “El lugar del fuego es delante de la chimenea, libre hasta consumir el conocimiento”. “La costa de la memoria se sumerge en el mar del olvido”. “Y en el horizonte navega el barco del holandés errante”.
   Levanté la cabeza y miré por la ventana, pero la luz era tan intensa que no me dejaba ver nada en el exterior. Me di la vuelta al escuchar la voz de Dora Noel detrás de mí.
   - ‘La costa de la memoria se sumerge en el mar del olvido’ - dijo leyendo mi pensamiento. Estaba sentada a los pies de la cama; en sus manos, un pequeño oso de peluche dormía su falsa hibernación.
   - ¿Lee usted mi pensamiento? - pregunté un tanto incrédulo.
   - Sí - respondió sonriendo. - ‘Y en el horizonte navega el barco del holandés errante’.
   Me senté a su lado en la cama. Estaba perplejo. ¿Cómo podía leer mis pensamientos?
   - Es muy sencillo - respondió ella como si me hubiera escuchado. - Usted piensa con mucha claridad. Además, aunque no lo crea, yo también he tenido imágenes semejantes a las suyas mirando ese cuadro.
   Miré hacia ella. Dora Noel ya no estaba allí. De nuevo había desaparecido. En la cama dejó el oso de peluche, con sus cuatro patas hacia arriba, buscando aún el abrazo de su dueña.

6
   Me puse de pie y caminé hacia la pared que ocupaba el cartel de Appia. La pared se acercaba a mí, pero el cuadro parecía estar siempre a la misma distancia. Mis ojos podían ver en la habitación de Dora Noel el interior de esa mágica habitación pintada. Tuve la extraña sensación de estar dentro del cuadro, si puede decirse así. Sentí el calor del fuego y el frío de los icebergs; escuché el murmullo de las olas avanzando y oí la sirena de un barco en la lejanía; vi a lo lejos el horizonte, uniendo el cielo de la memoria y la tierra del olvido e, incluso, pude enderezar la torre inclinada.
   - Los agujeros de la memoria - me dijo al oído Dora Noel.
   Pero Dora Noel seguía sin estar allí. Miré por todos los lados, y no estaba allí.
   - Estoy aquí… - escuché su voz, apagada por la invisibilidad de sus labios. - …y no estoy aquí. Quiero decir, no debería estar aquí.
   - No comprendo - dije mirando al infinito, pues no sabía adónde mirar. Me senté en la cama, dejando caer mi cuerpo, y una mano me cogió la mano izquierda. Volví mi rostro a ese lado y Dora Noel me miraba sonriendo, sentada a mi lado.
   - Hace muchos años - comenzó a hablar con los ojos cerrados - en este mismo lugar donde nos encontramos ahora y que, sin embargo, ya no existe, me vi envuelta en un suceso extraordinario. Perdí el conocimiento; así lo llaman los que no conocen su significado. Es decir, perdí la consciencia y recuperé la conciencia. Durante un eterno instante vi toda la luz que contiene la luz. Desplegué unas alas en mis costados y salí volando de la crisálida que me encerraba. Al fin, me había transformado en mariposa, y me sentía tan ligera, volando por un cielo blanco que parecía infinito.
   Dora Noel se levantó y fue hasta la mesa. Abrió un cajón y sacó un sobre.
   - Pero miré atrás, y me invadieron de nuevo el deseo y la duda - continuó mientras regresaba a mi lado. - Aquel cielo blanco que mis alas agitaban se convirtió en una noche sin luna ni estrellas. Me perdí en el vacío antes de llegar a la salida, y mis alas no encontraban aire sobre el que apoyarse. Iba a la deriva. Había iniciado la travesía, pero naufragué en mi propio mar, y ahora vivo perdida en una isla fuera del tiempo.
   Extendió su brazo hacia mí, con el sobre en la mano.
   - Esto es todo lo que aprendí - dijo dejando el sobre en mi mano. - Y como usted también tiene la enfermedad del sueño, sabrá lo que quiero decir. Es el mensaje de un náufrago, lanzado al mar del tiempo en el interior de una botella.
   Abrí el sobre y, antes de sacar su contenido, miré hacia ella. Pero Dora Noel ya no estaba allí. Saqué del sobre un papel doblado; lo desplegué y leí su mensaje:
   “Para ti, que estás en un punto del tiempo, pero eres toda la elipse del tiempo. No dejes que la apariencia te engañe: aparta tus ojos de la sombra de la realidad y verás el rostro de la verdad. Pues todo es efímero, excepto la mano que mueve la mano que escribe este mensaje. Vivimos en una memoria llena de agujeros, por los que a menudo caemos. Ahora, en la crisálida del tiempo, yo soy la mariposa que sale en busca de la flor, pero también soy la oruga que entra en busca de la mariposa. Y esta puerta permanece siempre abierta”.

7
   De repente, empecé a oír una voz extraña. Veía a mi alrededor fantasmas moviéndose en una nebulosa. Cerré y abrí los ojos varias veces antes de poder distinguir la cabeza del cliente, que me estaba dando palmadas en la cara mientras gritaba mi nombre. Tendido en el suelo, en medio de la librería, no era capaz de hilar mi pensamiento. Estaba mareado, y sentía náuseas y vértigo. Mi cuerpo parecía un armario en el que estuviera colgada mi alma. Me invadió una nostalgia que me alcanzaba desde el futuro. La mariposa recogía sus alas mientras yo me despertaba para regresar a este sueño.
   Sonó la campanilla. Levanté la cabeza y conseguí ver una figura borrosa sujetando la puerta abierta. Entorné los ojos y pude distinguir a Dora Noel que, antes de salir de la librería, me decía adiós con su fugaz sonrisa.

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