P i o t r
No puedo decir que me he levantado de una cama. Ni puedo decir que lo
hice en un apartamento. Tampoco puedo decir que me preparé un café y tostadas
en la cocina, pues donde yo vivo no hay cocina, ni café, ni pan. Mi casa tiene
muchos kilómetros cuadrados de superficie útil, pero no tiene ni un baño.
Me llamo Piotr y nací en el mundo. No recuerdo ni el nombre de mi ciudad
ni el de mi país, y si recuerdo el mío es gracias a las fronteras que debo
traspasar cada día: unas fronteras invisibles, como lo fueron aquellos límites
nacionales; pero éstas no han desaparecido.
Vivo
donde nací: en el mundo… en la calle. Cuando esta mañana me he despertado en mi
habitación de cartón, no sabía que hoy iba a ser el último día. Desde hace
semanas, me duele tanto el corazón que apenas tengo hambre o frío. Deambulo por
las arterias de esta ciudad; voy de su boca a su estómago sin que pueda
digerirme. Reconozco cada uno de sus faroles y cada una de sus esquinas, cada
plaza y cada parque, aunque para mí no tengan nombre. Desconozco las miradas de
las personas que la habitan. No conozco a nadie; nunca me he cruzado con una
mirada verdadera. Y cuando mi mirada se cruza con otra, encuentro lo que menos
necesito: piedad, compasión, misericordia. De estas virtudes, sólo la
misericordia me sirve de algún provecho. A fin de cuentas, ha sido mi decisión
venir aquí, y no ha sido un error cósmico. Por ello, agradezco mucho que
alguien me compre el vino redentor o la balsámica cerveza. Me ayudan a olvidar
la pesadilla y a soñar despierto con un mundo diferente. No sé si es rendición
o resignación; ya no me quedan fuerzas para resolver esta duda.
Yo soy la soledad. ¿Sabes qué es la soledad? A los veintitrés años es
una elección. Yo decidí venir hasta aquí, a esta ciudad de lunares de colores,
vestido con un traje de sombras del color de la noche. No tuve miedo ni
consideré un riesgo perder lo que ya no tenía: el futuro. Sólo tuve muy claro
que lo único que podía tocar con los dedos de mi alma era el presente. Tenía
sed, otra sed diferente a la que calman el vino y la cerveza. Y de repente, me
encontré en medio de un desierto, una infinita playa de soledad. Y mi
cantimplora estaba vacía. Caminé sin detenerme durante días y noches, no sé
cuántos. Cuando parecía que ya llegaba a la orilla del mar e incluso me parecía
oler la sal, sólo se trataba de un espejismo, un cruel engaño de la arena, que
envolvía la realidad con su nube turbulenta.
Y llegó el día de hoy. Desperté en medio de una tormenta de arena.
Desayuné, como todos estos últimos días, café de tierra y pan de piedra molida.
Me lavé con el agua sólida que circula por los laberintos del desierto. El sol
me golpeó con su brazo de fuego, y sentí el calor ardiente del silencio. No hay
nada más difícil que permanecer solo en medio de la multitud, cubriendo toda la
ciudad con un velo de arena. Caminé descalzo, sin perder la esperanza de
encontrar algún pozo donde llenar mi cantimplora vacía. A mi alrededor, los espejismos
no cesaban de brotar, como árboles secos fulminados por un rayo, para
desaparecer después al alcance de mi mano. Hoy es la primera vez que, caminando
por el desierto, sé hacia dónde voy. Mis pies desnudos conocen el camino, y yo
me dejo llevar por ellos. No voy hacia ningún lugar concreto, con coordenadas;
simplemente, voy hacia ningún lugar, más allá de donde termina el desierto.
Allí hay alguien que me espera, alguien desconocido que me reconocerá en cuanto
me vea. Siento el cálido aliento de su sombra desde que nací; siempre ha estado
a mi lado. Ahora sé que es una dama de actuación, una actriz en el escenario
vacío. Ya no siento temor, miedo o desconsuelo. Está tan cerca de mí como mi
corazón, y puedo oír sus latidos en los campanarios de mi alma. Algo en mi
interior me dice que allí, donde se unen el cielo y la arena, está la paz. Y la
paz es mi único anhelo.
Soy la soledad, pero nunca estoy solo. Soy una lágrima del llanto del
silencio, y me deslizo, como el rocío, por la piel verde de las hojas de una
palmera. Soy transparente, como una gota de lluvia resbalando por el cristal de
la mirada. Antes, pensaba que la soledad era una condena a cadena perpetua;
ahora, pienso que yo soy una parte de la soledad infinita, llena de pequeñas
soledades como la mía. La materia de las cosas está hecha de una mezcla de gas
y agua, y toma forma en los nudos de los espejismos. Y estos espejos vivos aparecen
siempre que yo desato mis propios nudos y me pierdo en el desierto.
Me ha despertado su voz. Sabe mi nombre, y lo repite desde el amanecer. Camina
delante de mí; puedo leer el mensaje de sus huellas en la arena. Esta vez no
será como otras veces. Poco le queda a mi cuerpo para no ser ya el esqueleto;
por tanto, poco va a comer de mí el gusano de la soledad.
Soy un emigrante en este mundo, un exiliado al que persiguen los
ejércitos de la memoria. Me he escondido de mí mismo y he tirado mis recuerdos
al abismo más profundo; quizás, por esta razón, el desconocido me ha
encontrado. He perdido la fuerza, pero me queda la voluntad; he dejado a un
lado la esperanza, pero el polen de sus flores aún permanece entre mis dedos.
En la ciudad de arena he aprendido que mi cuerpo es mudo, pues a pesar
de todos los gritos que he dado, nadie me ha escuchado. No hay culpable, ni
tampoco responsable. Únicamente en mis periplos por el desierto he vivido la
verdadera solidaridad, como una hermandad. Puedo comprender que, al otro lado
de la frontera de arena, yo sea el espejismo.
Escuchad… Ya he llegado al final del desierto, el lugar donde se termina
la mentira y comienza la verdad. Os pido disculpas por irme de esta manera, sin
despedidas ni fiesta. Pero aquí no encontré lo que buscaba, y nunca lo
encontraré. Esta vez, es cierto, es muy diferente. No voy a regresar del
desierto para continuar dormido y sacudirme la arena, como si no hubiera pasado
nada. El desconocido me ha mirado a los ojos y me ha tendido su mano. Soy
demasiado joven para haberme imaginado antes este momento. Sin embargo, tengo
la fuerte impresión de que no es la primera vez que voy en un tren y salgo de
un túnel.
He cogido la mano del desconocido y, juntos, hemos echado a andar. Ya no
me duele el corazón, y mis pulmones han dejado de hervir; ahora ya no tengo
hambre y no siento el frío, y la sed del presente se ha colado por el desagüe
del tiempo. Es el final del juicio. Estoy en paz.
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