G o l p e d e e s t a b l o
[ la urraca que quiso ser gallo ]
Ocurrió
a finales del invierno, un año frío como un cuerno. Los campos aún estaban
cubiertos de nieve, pero, en breve, la dulce primavera los iba a cubrir con su
verde bandera.
El gallo Zapallo, restablecido de su afonía,
esperaba el comienzo de un nuevo día subido en su madero, con un gesto más bien
grosero. Estaba un poco enfadado, pues pensaba que el sol, hoy, se había
retrasado. Se le había enderezado la cresta y cada espolón parecía una
ballesta.
- ¿Por kikiriqui no amanece hoy aquí? – se
preguntó el gallo mirando al caballo Rayo, que dormía con premeditación y
alevosía. Relinchó una sonrisa burlona y se acomodó en su tumbona.
- ¿Por kikiriqui se burla el sol de mí? – se
lamentaba el gallo con un trueno y un rayo.
- ¿No te podrás callar? – dijo la vaca Rubí,
que era la única que no dormía allí - ¡Sólo sabes molestar! ¡Mira el gallito! Se
cree todo un perito que sabe más que ninguno cuándo es la hora del desayuno.
Zapallo agitó sus alas de gallo y levantó su
pico hasta que casi se parte el hocico. Pero en ese preciso momento, un
filamento de luz entró por el tragaluz del horizonte, pintando de colores el
cielo y las flores.
El gallo Zapallo carraspeó y cantó.
- ¡Kakarakááá… el gallo no estááá..! - y un
perro dormido se despertó con un ladrido.
- ¡Ya empieza! – dijo la vaca Rubí con
tristeza.
- ¡Kekerekééé… el gallo se fueee..! - y el perro gruñó y se levantó.
- ¡Kikirikííí… el gallo no está aquííí..! - y
rebuznó el burro Jar y se fue a trabajar.
- ¡Kokorokóóó… el gallo no soy yooo..! - y
el gallo cantor miró a su alrededor.
- ¡Kukurukúúú… el gallo eres túúú..! - y a
cada gallina se le puso la piel de gallina.
La urraca Paca, vestida con su elegante
casaca, se había posado en la veleta que, curiosamente, era la silueta de un
gallo subido sobre una saeta.
- ¡Cierra ese pico, que pareces un perico! –
le dijo la urraca Paca al gallo Zapallo. – Cualquiera diría que eres un
papagayo. Puesto que kukurukú, el gallo no eres tú y ya que kokorokó, el gallo
soy yo, a partir de hoy yo soy quien
dice aquí kikirikí.
- ¡Ladrona disfrazada de baronesa ilustrada!
– dijo el gallo Zapallo levantando su pico, abriendo como un abanico sus alas y
lanzando bengalas por sus ojos rojos.
- Jijijijí… ¡Kikirikííí..! – gritó la urraca
con su voz de traca. - ¡Despierte el dormido, pues el día ha venido..!
- ¡Cierra ese pico de inmediato... o te
mato!– amenazó el gallo Zapallo, saltando como un polluelo de su madero al
suelo.
- ¡Kikirikííí..! – repitió la urraca Paca. -
¡El día ya está aquííí..!
Las hermanas ovejas, todas ellas muy viejas,
movieron sus orejas. El caballo Rayo se levantó como un rayo, y el suelo tembló
bajo el cielo. Agazapado en las tejas del tejado, el gato Garabato no perdía
detalle y sus risas se podían oír por todo el valle.
- ¿Aún está afónico ese gallo filarmónico? –
preguntó con cierta ironía la oveja Madeja, mientras sus hermanas se peinaban las
canas.
El conejo Orejo salió de su conejera sacudiéndose
la pelambrera.
- Lo que he oído ¿ha sido la voz del gallo o
ha caído un rayo? – dijo el conejo Orejo, mientras se sacudía la nieve fría.
- ¡No, señor Orejo! – respondió con aire
perplejo la vaca Rubí, que aún rumiaba por allí. – Lo que ha pasado ha sido un
golpe de estado.
- ¡Un golpe de establo! – exclamó la oveja Madeja.
- ¡No sé para qué hablo! – pensó la vaca con
pereza moviendo su cabeza.
- Jijijijí… - rió la urraca Paca. – Son
todos tan bobos que serán alimento de los lobos.
- ¡Un golpe de estado! ¿Y quién lo ha dado?
– preguntó el conejo Orejo mientras caminaba como un cangrejo, buscando la trinchera
de su madriguera.
Desde la veleta, gruñó la urraca Paca con su
voz de escopeta. La veleta se giró y señaló al conejo Orejo que, aturdido por
el miedo, confundió la saeta con un dedo, se metió por el primer agujero y
acabó en el gallinero.
- ¡Kikirikííí... ya estoy aquííí..! – sonó
la traca de la urraca.
- ¡Pájaro de mal agüero! ¡Bandolero!– cacareó
el gallo Zapallo. Y agitaba sus torpes alas como si fueran escalas que le permitirían
subir hasta el cielo. Una y otra vez, al menos dos veces diez, intentó levantar
el vuelo; pero apenas logró separarse un palmo del suelo.
- Jijijijí… - rió desde la veleta la urraca
Paca, que veía que su treta iba por buen camino y hacía prever un cambio en su
destino. - ¡Mirad ahí! Un pollo gordo, viejo y sordo, quiere parecer un
polluelo y levantar el vuelo. ¡Jijijijí..! ¿Es ese el canciller que os ha de
cantar el amanecer?
-
¡Hermanos! – dijo el gallo Zapallo alzando las manos. - ¡No escuchéis a la
urraca, que sólo es una carraca! Es mi deber anunciar el amanecer, y cumplo mi
misión con el corazón. ¿Qué creéis que hará ese pajarraco cuando os tenga a
todos metidos en su saco?
- ¡Kukurukúúú… el gallo no eres túúú..! –
cantó la urraca Paca, haciendo que el gallo Zapallo, en un ataque de rabia, se
quedase sin labia. Miró con temor a su alrededor, pero los demás animales sólo
pensaban en sus cereales. Mudo, con un nudo en la pechuga, se arrastró como una
tortuga hasta el gallinero, en medio de un silencio de acero.
- ¡Amigos, todos sois testigos! – gritó la
urraca hinchando su casaca. – Desde hoy, el gallo es gallina, ponedora y
concubina, y todos sus privilegios se declaran sacrilegios. Y yo soy, desde
hoy, el gallo del futuro. Y os juro que será un tiempo nuevo para todo hijo de
huevo y para todo animal. No es nada personal, pero ese viejo gallo es todo
callo, y ya no sirve ni para hacer caldo. ¡Él no puede ser el heraldo del
amanecer!
Los animales, ignorantes y elementales, no abrían
ni el pico, ni el morro ni el hocico.
- El mundo no es un vagabundo – continuó la
urraca Paca -, ni es un ideal, como quisiera todo animal. En este mundo toman
decisiones reales sólo unos pocos animales.
A lo largo de la mañana, la urraca Paca se
entrevistó hasta con la rana. Logró convencer a casi todos de que éstos eran
los únicos modos de cambiar la situación de la nación de los animales. Y de
todos los símbolos nacionales, la veleta debía ser la primera en cambiar su
bandera.
Los cuervos, siervos de la urraca Paca, comenzaron
a desmontar la veleta, pues ya no tenía razón de ser el gallo subido sobre una
saeta. Al parecer, uno de los cuervos (que no se sabía los verbos), cuando oyó
decir “soltad cuerda” pensó: “¡y ahora quién se acuerda de lo que quiere decir
eso!”, y caviló: “¿debo soltar peso o debo soltar la cuerda?”. Un golpe de
viento resolvió este acontecimiento. En ese preciso momento, el cuervo tenía en
sus manos (diferentes a las de los humanos) la cuerda y el tinglado que bajaban
la saeta por el tejado. El cuervo pensó en el maíz que no comería si metía la
nariz donde no debía. Y, sin más, soltó la cuerda y el tinglado, y la saeta
bajó por el tejado, cada vez más deprisa. Al cuervo le dio la risa.
La urraca Paca, que dirigía este trabajo
delicado desde el alero del tejado, no vio venir la saeta. Un chillido
desafinado de trompeta, salido de la misma garganta del diablo, se escuchó por
todo el establo cuando la saeta atravesó la casaca de la urraca Paca.
Zapallo, que había visto todo por una
rendija, como una sabandija asomó su plumero por la puerta del gallinero.
- ¡Kakarakááá… la urraca se vaaa..! – gritó
el gallo envalentonado, mientras la urraca caía del tejado. Salió corriendo del
gallinero con el tiempo justo de darse el gusto de ver caer a la urraca Paca (o
lo que quedaba de ella) que, como una centella, se estrelló contra el suelo y
exhaló su último anhelo.
- Cada uno tiene en la vida su misión, y
cumplirla es la revolución – dijo Zapallo con orgullo en medio del murmullo de
los animales, mientras se acercaba a la urraca Paca, que había estirado una
pata y tenía ahora el color de la plata.
Levantó la vista al tejado y vio al cuervo
que, como buen siervo, estaba muy apenado.
- Coge esa saeta y colócala de nuevo en la
veleta – ordenó el gallo. El lacayo voló hasta el cuerpo de la urraca y, con
cierta aprehensión, sacó la estaca que atravesaba su corazón. Los otros cuervos
vinieron en su ayuda, y a más de uno, víctima del ayuno, se le fue el pico a la
carne cruda.
- Cría cuervos y te sacarán los ojos – pensó
el perro rascándose los piojos.
Zapallo dio un salto y subió a lo más alto
de su madero de gallo. Un lugar que nunca pensó en abandonar.
El gato Garabato se rascó una oreja,
ronroneando alguna palabreja; dio dos vueltas a su alrededor y pensó que era
mejor ir a otro lado, lejos de aquel tejado. Siguiendo el consejo del gallo,
que sabía más por viejo que por sabio, recogió con sus dientes a la urraca del
suelo, que le serviría de consuelo en los días siguientes.
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